El mismo jueves se monta el operativo habitual en estos casos. Los padres de Pilar se desplazan a casa para cuidar a Sergio cuando viene a comer al mediodía. El padre visita a su hija por la mañana, y la madre por las tardes. Sin modificaciones ni cambios de última hora. Nada que replicar.
Ese jueves bajo a desayunar casi eufórico. Por primera vez en varios días tengo bastante hambre. La tranquilidad me abre el apetito. Café con leche y unas porritas. Dos, para ser exactos. R..., el encargado, ya casi me conoce. En estos lugares hay tres tipos de clientes: los visitantes, que se toman una copa o un desayuno, y se marchan para no volver más, los representantes de farmacia, y los acompañantes, que son detectados por los encargados a la tercera vez que aparecen por el bar. Otros signos que nos distinguen a los acompañantes de los visitantes y los representantes son la vestimenta, a medio camino entre la de estar por casa y la de salir a la calle, con zapatillas, pantalón de chándal y camisa o polo, y el aspecto, de recién levantado y a veces con las legañas propias de haber pasado una noche toledana con el acompañado. En mi caso, reúno todos los condicionantes, y además es la tercera vez que vengo, por lo que R... me pregunta que qué tal va todo. Le digo que bien, y de momento, ahí se acaba la conversación. El lugar está lleno de representantes de laboratorio con sus carpetones bajo el brazo, y R... no puede, ni le apetece, supongo, permitirse el lujo de echar una parrafadita conmigo. Todo llegará.
Pilar también ha desayunado cuando subo a la habitación. Se levanta dolorida del sillón. Ya se lo ha dicho G...: conoce perfectamente sus síntomas, ese dolor semejante a un palo de madera clavado ahí mismo, en sus partes blandas.
Paseamos un poco y aprovechamos para visitar a niños mundi. A través del metacrilato, aunque lejanos, nos llegan los sonidos de los niños en el recreo. Reímos imaginando historias inconexas protagonizadas por ellos, bautizándoles con nombres tan entrañables como Gustavín, rubiete o Caracolillo. Pilar está graciosa y muy animada. La visita de G... del día anterior nos quitó un gran peso de encima. De lo que se trata ahora es de sobrellevar la espera hasta el próximo miércoles lo más elegantemente posible. Y con sentido del humor, por supuesto.
Mi suegro llega mientras paseamos por el pasillo, poniendo orden (i,aginario, por supuesto) entre el ejército de enfermeras que prosiguen su rutina diaria con el arreglo de las habitaciones y el cuidado de los enfermos. Ha cogido un montón de periódicos gratuitos. Después de discutir con el un rato sobre la mejor combinación de metro para llegar hasta aquí, y la salida que tiene que utilizar, el hombre se sienta en el sofá, se cala las gafas y devora, leyendo hasta los anuncios, periódico tras periódico. Pilar y yo leemos, paseamos y vemos la televisión de vez en cuando. No tenemos otra cosa que hacer. Yo aprovecho para ensayar con la cámara. Pilar se pone de los nervios cuando le hago alguna fotografía, circunstancia que aprovecha también su padre para levantar la vista de los periódicos y lanzarme también algún que otro berrido, aunque no sepa de qué va la vaina.
A media mañana decido explorar un poco la zona del hospital. La tranquilidad reinante en la calle La Loma desaparece como por encanto cuando uno desemboca en el final de Reina Victoria. El ruido de los coches y el ajetreo de los viandantes te sumergen de golpe en la rutina de cualquier día laborable en Madrid. A pesar de que la inercia me empuja al principio a apresurarme, consigo tranquilizarme cuando tomo conciencia de que tengo todo el día para lo que quiera hacer. El único encargo de Pilar son unas bragas de plástico para embarazadas, que compro en una farmacia, y una cinta para el pelo, que consigo encontrar en una minúscula mercería de añejo sabor situada en la acera de la derecha.
Compruebo con placer que en las inmediaciones existen un Rodilla, una pastelería de inmejorable pinta, dos kioscos de periódicos y un par de supermercados bien surtidos. La intendencia alimentaria y cultural está asegurada. Precisamente de hambre no me voy a morir. Curiosamente, en cada uno de los lados de Reina Victoria se repiten más o menos los mismos comercios, como si los habitantes de una acera no quisieran tener nada que ver con los de enfrente. El trasiego de personas frente a las oficinas de Hacienda, con la cara nublada al entrar y más nublada o risueña al salir, es constante y acelerado.
Cruzo al bulevar central con la intención de comprar una rosa en la floristería situada en el centro del mismo. Un detalle para Pilar que seguro que le encanta. Para mi sorpresa, no hay nadie. Venzo la tentación de coger una rosa de un bidón situado junto a la puerta y salir corriendo, y decido esperar. El día está soleado, y desde el bulevar parece todo más apacible que desde las superpobladas aceras. El vendedor viene corriendo. Me atiende con voz de barítono. Mientras prepara la rosa me dice que es increíble, que lleva un montón de años teniendo que abandonar el puesto cada cierto tiempo para cambiarle el papelito del aparcamiento al coche. No comprendo como puede venir en coche teniendo el metro a diez pasos, y cuando se lo digo me contesta que lo hace por pura necesidad, porque día si y día también se ve obligado a transportar sus flores de un lugar a otro. Una pena.
El operativo ordena que, después de comer, viene la madre de Pilar a verla, y yo aprovecho, después de comer y echarme una reparadora siesta, para ir a casa a estar un rato con Sergio, ducharme, vaciar la ropa sucia de la bolsa de papel de propaganda de una empresa de Murcia que hemos elegido para la ocasión, por su diseño fashion que no da la nota en el metro, y llenarla de nuevo con ropa limpia, tanto de Pilar como mía. Un sinvivir, más que nada porque cualquier equivocación, a la hora de coger las bragas o el camisón de turno que haya que llevar a la clínica, puede provocar una bronca monumental del alto mando. Algo para lo que hay que estar muy preparado, y que solo se consigue con duros años de entrenamiento.
Después de cenar, vuelta a la Paloma. He decidido no mover el coche, ya que prefiero tenerlo en la clínica por si surge alguna urgencia, y porque la mayor parte del tiempo voy a estar allí. Me voy al metro con la bolsa recargada, y seguramente me cruzo con mi suegra, porque cuando llego a la clínica Pilar lleva un ratillo sola. Está guapa, sentada en la silla con sus gafas de leer, hojeando una revista del corazón que le he traído esta mañana. Inspecciona el contenido de la bolsa, con gesto serio que se va dulcificando a medida que comprueba que no he metido la pata, que he traído más o menos lo que ella me había pedido.
A eso de las nueve aparece G..., para ver como va la enferma. Hablamos de todo menos del estado de Pilar, que se encuentra a la espera de la intervención con su dolor de empalada, pero sin cambios. Sigue sangrando, y Garzón nos dice que lo va a seguir haciendo hasta bastante tiempo después de la operación. Reitera su optimismo frente a los exámenes del día anterior, y nos confirma que el miércoles opera y que el día antes, el urólogo le colocará a Pilar un doble jota calvorota para que le drene el riñón. Todo controlado.
El viernes transcurre con la misma tranquilidad que el jueves. Vuelta por la zona, visitas a la farmacia para comprarme el imprescindible Berocca y un par de bragas de plástico para Pilar, para que no manche tantas de tela. Unas cuantas revistas, y a la clínica. Esa tarde no voy a casa, porque mi bendita hermana Laura ha decidido, en clara connivencia con mis adorables sobrinos Adrián y Héctor, e informando previamente a Pilar, que se va a quedar con Sergio el fin de semana. Una gran noticia, porque Sergio se lo pasa fenomenal con sus primos, y estos con el, y a nosotros, tanto a mis suegros como a mi, nos va a venir muy bien, a ellos para que revisen su casa, a la que no han vuelto prácticamente desde el domingo pasado, y a mi para tomarme el fin de semana con un poco más de tranquilidad.
Una tranquilidad absoluta, que contrasta fuertemente con el clima de tensión política que está viviendo el país. Para el sábado 10 de marzo está convocada por el PP una manifestación multitudinaria en Madrid, con sucursales en otras provincias, en contra de la política del PSOE. Una muestra más de la absurda crispación política, presente en un país que, según los datos económicos, se ha convertido en la octava potencia del mundo. Una muestra más del carácter irreconciliable de las dos españas que venimos soportando los que no estamos ni de un lado ni del otro desde tiempo inmemorial.
La mañana del sábado transcurre con tranquilidad, leyendo revistas y comprobando con tristeza en nuestros paseos por los pasillos que la clínica está medio vacía de visitantes y que niños mundi, como mandan los cánones, no tienen colegio los sábados. G..., para nuestra sorpresa, aparece a media mañana para ver a su paciente, vestido de paisano y comentando que tiene comida familiar. Se queda un momento hojeando el “Cándido”, de Voltaire, y dice que ese autor debería ser de obligada lectura en todos los colegios españoles. Le comento la famosa frase del autor francés, “no estoy de acuerdo con lo que dices, pero defendería hasta la muerte tu derecho a decirlo”, y no solo está de acuerdo conmigo, sino que comenta que esa debería ser la esencia de la democracia, y no la crispación actualmente imperante. Declara que le encanta leer, y le prometo que le prestaré alguno de los libros que tengo aquí.
De tanto en tanto le lanzo una fotografía anónima a Pilar, que se hace la despistada hasta que se cansa, más o menos cuando voy por la séptima. Por la tarde recibimos la visita de sus primas, Mariluz, Asun, Gema y Pilar, que nos ponen más o menos al día en las cuestiones familiares, y pasan un buen rato riendo con nosotros. Pilar está muy contenta, y no se cansa con las visitas, lo que me parece buena señal. El sábado termina con conexiones esporádicas a los canales de televisión que hablan de la macromanifestación que se ha celebrado por la tarde. Yo me dedico a recortar todos los artículos de periódico que hacen referencia a la sinrazón y al distanciamiento político entre unos y otros.
Debe de resultar muy gracioso para la clase política, tanto de izquierda como de derechas, reunirse en un restaurante caro, en una comida pagada con el dinero del partido, y descojonarse literalmente de risa mientras brindan y comentan las hostias que se daban los militantes de una facción contra los militantes de la otra.
Ese jueves bajo a desayunar casi eufórico. Por primera vez en varios días tengo bastante hambre. La tranquilidad me abre el apetito. Café con leche y unas porritas. Dos, para ser exactos. R..., el encargado, ya casi me conoce. En estos lugares hay tres tipos de clientes: los visitantes, que se toman una copa o un desayuno, y se marchan para no volver más, los representantes de farmacia, y los acompañantes, que son detectados por los encargados a la tercera vez que aparecen por el bar. Otros signos que nos distinguen a los acompañantes de los visitantes y los representantes son la vestimenta, a medio camino entre la de estar por casa y la de salir a la calle, con zapatillas, pantalón de chándal y camisa o polo, y el aspecto, de recién levantado y a veces con las legañas propias de haber pasado una noche toledana con el acompañado. En mi caso, reúno todos los condicionantes, y además es la tercera vez que vengo, por lo que R... me pregunta que qué tal va todo. Le digo que bien, y de momento, ahí se acaba la conversación. El lugar está lleno de representantes de laboratorio con sus carpetones bajo el brazo, y R... no puede, ni le apetece, supongo, permitirse el lujo de echar una parrafadita conmigo. Todo llegará.
Pilar también ha desayunado cuando subo a la habitación. Se levanta dolorida del sillón. Ya se lo ha dicho G...: conoce perfectamente sus síntomas, ese dolor semejante a un palo de madera clavado ahí mismo, en sus partes blandas.
Paseamos un poco y aprovechamos para visitar a niños mundi. A través del metacrilato, aunque lejanos, nos llegan los sonidos de los niños en el recreo. Reímos imaginando historias inconexas protagonizadas por ellos, bautizándoles con nombres tan entrañables como Gustavín, rubiete o Caracolillo. Pilar está graciosa y muy animada. La visita de G... del día anterior nos quitó un gran peso de encima. De lo que se trata ahora es de sobrellevar la espera hasta el próximo miércoles lo más elegantemente posible. Y con sentido del humor, por supuesto.
Mi suegro llega mientras paseamos por el pasillo, poniendo orden (i,aginario, por supuesto) entre el ejército de enfermeras que prosiguen su rutina diaria con el arreglo de las habitaciones y el cuidado de los enfermos. Ha cogido un montón de periódicos gratuitos. Después de discutir con el un rato sobre la mejor combinación de metro para llegar hasta aquí, y la salida que tiene que utilizar, el hombre se sienta en el sofá, se cala las gafas y devora, leyendo hasta los anuncios, periódico tras periódico. Pilar y yo leemos, paseamos y vemos la televisión de vez en cuando. No tenemos otra cosa que hacer. Yo aprovecho para ensayar con la cámara. Pilar se pone de los nervios cuando le hago alguna fotografía, circunstancia que aprovecha también su padre para levantar la vista de los periódicos y lanzarme también algún que otro berrido, aunque no sepa de qué va la vaina.
A media mañana decido explorar un poco la zona del hospital. La tranquilidad reinante en la calle La Loma desaparece como por encanto cuando uno desemboca en el final de Reina Victoria. El ruido de los coches y el ajetreo de los viandantes te sumergen de golpe en la rutina de cualquier día laborable en Madrid. A pesar de que la inercia me empuja al principio a apresurarme, consigo tranquilizarme cuando tomo conciencia de que tengo todo el día para lo que quiera hacer. El único encargo de Pilar son unas bragas de plástico para embarazadas, que compro en una farmacia, y una cinta para el pelo, que consigo encontrar en una minúscula mercería de añejo sabor situada en la acera de la derecha.
Compruebo con placer que en las inmediaciones existen un Rodilla, una pastelería de inmejorable pinta, dos kioscos de periódicos y un par de supermercados bien surtidos. La intendencia alimentaria y cultural está asegurada. Precisamente de hambre no me voy a morir. Curiosamente, en cada uno de los lados de Reina Victoria se repiten más o menos los mismos comercios, como si los habitantes de una acera no quisieran tener nada que ver con los de enfrente. El trasiego de personas frente a las oficinas de Hacienda, con la cara nublada al entrar y más nublada o risueña al salir, es constante y acelerado.
Cruzo al bulevar central con la intención de comprar una rosa en la floristería situada en el centro del mismo. Un detalle para Pilar que seguro que le encanta. Para mi sorpresa, no hay nadie. Venzo la tentación de coger una rosa de un bidón situado junto a la puerta y salir corriendo, y decido esperar. El día está soleado, y desde el bulevar parece todo más apacible que desde las superpobladas aceras. El vendedor viene corriendo. Me atiende con voz de barítono. Mientras prepara la rosa me dice que es increíble, que lleva un montón de años teniendo que abandonar el puesto cada cierto tiempo para cambiarle el papelito del aparcamiento al coche. No comprendo como puede venir en coche teniendo el metro a diez pasos, y cuando se lo digo me contesta que lo hace por pura necesidad, porque día si y día también se ve obligado a transportar sus flores de un lugar a otro. Una pena.
El operativo ordena que, después de comer, viene la madre de Pilar a verla, y yo aprovecho, después de comer y echarme una reparadora siesta, para ir a casa a estar un rato con Sergio, ducharme, vaciar la ropa sucia de la bolsa de papel de propaganda de una empresa de Murcia que hemos elegido para la ocasión, por su diseño fashion que no da la nota en el metro, y llenarla de nuevo con ropa limpia, tanto de Pilar como mía. Un sinvivir, más que nada porque cualquier equivocación, a la hora de coger las bragas o el camisón de turno que haya que llevar a la clínica, puede provocar una bronca monumental del alto mando. Algo para lo que hay que estar muy preparado, y que solo se consigue con duros años de entrenamiento.
Después de cenar, vuelta a la Paloma. He decidido no mover el coche, ya que prefiero tenerlo en la clínica por si surge alguna urgencia, y porque la mayor parte del tiempo voy a estar allí. Me voy al metro con la bolsa recargada, y seguramente me cruzo con mi suegra, porque cuando llego a la clínica Pilar lleva un ratillo sola. Está guapa, sentada en la silla con sus gafas de leer, hojeando una revista del corazón que le he traído esta mañana. Inspecciona el contenido de la bolsa, con gesto serio que se va dulcificando a medida que comprueba que no he metido la pata, que he traído más o menos lo que ella me había pedido.
A eso de las nueve aparece G..., para ver como va la enferma. Hablamos de todo menos del estado de Pilar, que se encuentra a la espera de la intervención con su dolor de empalada, pero sin cambios. Sigue sangrando, y Garzón nos dice que lo va a seguir haciendo hasta bastante tiempo después de la operación. Reitera su optimismo frente a los exámenes del día anterior, y nos confirma que el miércoles opera y que el día antes, el urólogo le colocará a Pilar un doble jota calvorota para que le drene el riñón. Todo controlado.
El viernes transcurre con la misma tranquilidad que el jueves. Vuelta por la zona, visitas a la farmacia para comprarme el imprescindible Berocca y un par de bragas de plástico para Pilar, para que no manche tantas de tela. Unas cuantas revistas, y a la clínica. Esa tarde no voy a casa, porque mi bendita hermana Laura ha decidido, en clara connivencia con mis adorables sobrinos Adrián y Héctor, e informando previamente a Pilar, que se va a quedar con Sergio el fin de semana. Una gran noticia, porque Sergio se lo pasa fenomenal con sus primos, y estos con el, y a nosotros, tanto a mis suegros como a mi, nos va a venir muy bien, a ellos para que revisen su casa, a la que no han vuelto prácticamente desde el domingo pasado, y a mi para tomarme el fin de semana con un poco más de tranquilidad.
Una tranquilidad absoluta, que contrasta fuertemente con el clima de tensión política que está viviendo el país. Para el sábado 10 de marzo está convocada por el PP una manifestación multitudinaria en Madrid, con sucursales en otras provincias, en contra de la política del PSOE. Una muestra más de la absurda crispación política, presente en un país que, según los datos económicos, se ha convertido en la octava potencia del mundo. Una muestra más del carácter irreconciliable de las dos españas que venimos soportando los que no estamos ni de un lado ni del otro desde tiempo inmemorial.
La mañana del sábado transcurre con tranquilidad, leyendo revistas y comprobando con tristeza en nuestros paseos por los pasillos que la clínica está medio vacía de visitantes y que niños mundi, como mandan los cánones, no tienen colegio los sábados. G..., para nuestra sorpresa, aparece a media mañana para ver a su paciente, vestido de paisano y comentando que tiene comida familiar. Se queda un momento hojeando el “Cándido”, de Voltaire, y dice que ese autor debería ser de obligada lectura en todos los colegios españoles. Le comento la famosa frase del autor francés, “no estoy de acuerdo con lo que dices, pero defendería hasta la muerte tu derecho a decirlo”, y no solo está de acuerdo conmigo, sino que comenta que esa debería ser la esencia de la democracia, y no la crispación actualmente imperante. Declara que le encanta leer, y le prometo que le prestaré alguno de los libros que tengo aquí.
De tanto en tanto le lanzo una fotografía anónima a Pilar, que se hace la despistada hasta que se cansa, más o menos cuando voy por la séptima. Por la tarde recibimos la visita de sus primas, Mariluz, Asun, Gema y Pilar, que nos ponen más o menos al día en las cuestiones familiares, y pasan un buen rato riendo con nosotros. Pilar está muy contenta, y no se cansa con las visitas, lo que me parece buena señal. El sábado termina con conexiones esporádicas a los canales de televisión que hablan de la macromanifestación que se ha celebrado por la tarde. Yo me dedico a recortar todos los artículos de periódico que hacen referencia a la sinrazón y al distanciamiento político entre unos y otros.
Debe de resultar muy gracioso para la clase política, tanto de izquierda como de derechas, reunirse en un restaurante caro, en una comida pagada con el dinero del partido, y descojonarse literalmente de risa mientras brindan y comentan las hostias que se daban los militantes de una facción contra los militantes de la otra.