viernes, 25 de julio de 2008

El chiste del legionario


Existe un chiste, bastante antiguo, en el que dos capitanes de la Legión reciben la noticia de que ha fallecido la madre de uno de sus soldados. “Vaya mala noticia –comenta uno de ellos-. ¿Y a quien le encargamos que se la diga al soldado Pérez?”. “Al cabo Bermejo –contesta el otro-. Es el más indicado. Es humano, discreto, sensible...Sin ninguna duda, es la persona más indicada para darle la noticia al pobre soldado Pérez”. Así pues, el cabo Bermejo reúne a la tropa en el patio del cuartel, y con su potente voz de legionario curtido en cien batallas, grita: “A ver. Todos los que tengan madre, que den un paso al frente”. El soldado Pérez, que lógicamente no sabe nada, se adelanta junto con unos cuantos compañeros. El cabo Bermejo se acerca a el, le pega un empujón en el pecho y le dice “pero tú, ¿a dónde vaaaaaaaassss?”.

Una cosa bastante parecida sucedió aquel martes 17 de Abril de 2007, día de infausto recuerdo donde los haya. Volví de Murcia al mediodía, y me encontré con Pilar muy mejorada, con el apetito completamente recuperado y muy buen color. Atrás habían quedado los días de fiebre, sudor y palidez. Fuimos a ver al bueno de G... a la Paloma, y se alegró de que la recuperación se estuviera desarrollando de una forma tan completa. Al terminar la consulta, nos dijo: “bueno, muy bien, pues ahora os acercais a ver a mi amigo, el doctor S...”. Yo pensaba que la idea era que nos acompañara, pero G.... tenía la consulta tan llena de gente, que resultó imposible.

La consulta de S.... está en el sótano de la clínica de la Paloma. Esto debe de ser casi normal cuando se trata de una enfermedad tan terrible como el cáncer. Hemos comprobado que la quimio, la radio o las consultas de los oncólogos suelen estar en zonas más o menos alejadas del gran público de las clínicas en las que se encuentran.

Le damos los datos a la enfermera, María, una chica rubia de pelo corto, que ahora nos vacila todo lo que le apetece cuando nos encontramos (y nosotros a ella, que todo hay que decirlo), y esperamos nuestro turno. Milagrosamente, Pilar no se fija en el cartelito de “oncología” que figura en una de las esquinas de la sala de espera en la que estamos. El pasillo es blanco, más bien cutre comparado con el resto de la clínica. Poco concurrido, a diferencia también del que alberga la consulta de G... Cuando María nos da paso, el corazón comienza a latirme desbocado. El doctor S... es un hombre mayor, de pelo blanco peinado hacia atrás y aspecto muy solemne. Nos da la mano y nos pide, sin más, todas las pruebas que le han hecho a Pilar, entre las que se encuentran los tacs y las ecografías. Sin decir una sola palabra, examina cuidadosamente, durante más de diez minutos, todo lo que le ponemos por delante. Coloca en la pantalla de luz los tacs, se lee todos los informes... Un trabajo minucioso. Cuando acaba, suelta de repente una frase para la historia, con su potente voz, parecida a la del cabo Bermejo cuando le dijo “pero tu, ¿a dónde vaaaas?” al soldado Pérez.

- Te tenemos que poner quimio, bonita.

Yo no sé donde meterme. Casi no me atrevo ni a mirar a Pilar para ver su reacción ante una bombarda como esa. Cuando me sobrepongo y escucho que ella dice “ah, vale” sonriendo, me quedo más tranquilo. Está tranquila, como sin entender muy bien lo que está ocurriendo.

Por enésima vez, S... dibuja el famoso circulito que representa la familia de los sarcomas, y la lentejilla dentro de el que representa al puñetero leiomiosarcoma. Nos explica que es muscular, que no tiene nada que ver con ningún órgano, que crece muy deprisa pero que no suele extenderse, lo cual es positivo. Que si crece encapsulado es de sencilla operación, como puede ser el caso, y que nos va a someter a sesiones de quimioterapia cada dos semanas. No hay que perder tiempo, así que para el mismo jueves encarga unos análisis de sangre, y nos dice que compremos un envase para análisis de orina de un litro (ni siquiera sabíamos que existían tan grandes) para analizar la orina desde ya hasta el jueves. Se despide de nosotros con una sonrisa, que compartimos Pilar y yo, y nos dice, por primera vez, y no única, su famosa coletilla: “vamos a por el”.

Como no podría ser de otro modo, Pilar sale, y al encontrarse con su padre, que nos había acompañado, se derrumba y empieza a llorar, al tiempo que le dice que le han prescrito sesiones de quimioterapia. Mi suegro parece desmoronarse también, y a continuación, yo, para no ser menos. Cuando sale María, la pizpireta María, y se encuentra con el cuadro, se acerca a Pilar, la anima y le dice que no pasa nada, que hoy en día el cáncer está muy superado, y tal y tal.

El trayecto a casa lo hacemos en silencio. Pilar está tranquila, pero seguro que piensa en el inminente encuentro con su madre. Cuando este se produce, y le cuenta lo que hay, empiezan otra vez a llorar las dos. Cuesta más trabajo dar la noticia a los padres que asumirla nosotros. Y es lógico. Para mis padres y los de Pilar, de otra generación, la palabra cáncer supone poco menos que una sentencia, ya que no son conscientes de lo mucho que se ha avanzado, y se sigue avanzando día a día, en su tratamiento.

Al día siguiente llamo a mis padres para darles la noticia, y me desmorono al comprobar lo triste que se queda mi madre. Después coge el teléfono mi padre, también llorando, y vuelvo a llorar...En fin, que en menos de dos días hemos perdido Pilar y yo aproximadamente dos litros de agua entre lágrimas y suspiros. Me parece mentira que cueste tanto controlar los sentimientos ante una noticia que yo conocía desde hacía más de un mes, pero debe ser lógico. Los sentimientos de cada uno dependen en gran medida de lo que reflejen los que nos rodean, y en este caso, como nadie sabía nada, todo el mundo estaba tranquilo, y yo con ellos.

El jueves, cuando vamos para que Pilar se haga el análisis de sangre, paseamos por la zona a la espera de los resultados, y Pilar me dice que llame a J..., mi amigo, para darle la noticia. “¿Ahora?”, pregunto, y me vuelvo a derrumbar, pero esta vez con el agravante de que estoy delante de Pilar, y lo último que quiero que ocurra es que me vea llorar. Ella se sorprende de mi reacción. Creo que debía ser la primera vez que me veía llorar, y me dice, tranquila y con una entereza que después ha demostrado a todo lo largo del proceso: “a ver si va a resultar que voy a tener que ser yo la que os anime a vosotros. A ver si va a resultar que soy la más fuerte”.

Me hubiera gustado responderle en ese momento “¿es que tienes alguna duda de que tu eres la más fuerte de todos nosotros?”, pero los gimoteos, los mocos y las lágrimas no me dejan articular palabra.

lunes, 21 de julio de 2008

El fantasma del doble J


El lunes 9 de Abril de 2007 todo vuelve a la normalidad. Finaliza la Semana Santa para casi toda España menos para Murcia (es una suerte. Llevo varios años disfrutando de los dos días suplementarios de vacaciones que se otorgan debido a la festividad del Bando de la Huerta, que se celebra en Murcia después de la Semana Santa), los médicos vuelven a sus consultas y los visitantes a visitar a sus familiares enfermos, que para eso están.

A veces pienso que las series televisivas que hablan de médicos están mal enfocadas. Personajes como House, el mítico y anticuado Marcus Welby, todos los doctores de Hospital Central, la reptilesca protagonista de “Anatomía de Grey” (¿no os parece que siempre sale con cara de lagarto, como de asco?), que tantas vocaciones han causado a lo largo de la historia de la televisión, acaban cansando, y creo que es por una razón: las series no deberían contar la historia de los médicos, sino la de sus pacientes, y me explico: todos conocemos de sobra las paranoias de House, sus extrañas relaciones con su jefa y con sus subordinados, sus miedos, sus fobias, sus manías, pero desconocemos absolutamente los sentimientos de los pacientes a los que trata en cada capítulo. Los pacientes son tratados en estas series como meros vehículos para el lucimiento de las habilidades de los protagonistas. Creo que alguien se forraría si mostrara a los pacientes como personas, como los protagonistas de la película, que es lo que son en el fondo. O al menos para mi lo era Pilar, por encima de cualquier otra consideración, aquel lunes en el que el bueno de G... regresó al mundo de los vivos y se la llevó para hacerle una radiografía, al objeto de comprobar si el tubo doble J era el causante de la infección.

Ni que decir tiene que, para aquel entonces, Pilar ya estaba casi perfectamente. Es otra de las cosas que nos sucedían en aquella época. Ante la presencia de G..., Pilar siempre se encontraba mejor que cuando no estaba delante el doctor, como una especie de jugarreta del destino, que hacía que mejorara, movida tal vez, inconscientemente, por el respeto a las batas.

El caso es que le hacen la radiografía... y el amigo doble J no se ve. Ni bien, ni mal, ni desplazado, ni en su sitio. Simplemente, no está, y punto. G... habla con el urólogo, viene a vernos a la habitación, y ligeramente cortado, nos dice que lo siente mucho, pero que el urólogo jamás colocó el doble J en la uretra de Pilar. Tócate los huevos. Al parecer, la vio tan inflamada por la presión a la que la estaba sometiendo el peloto que le quitó G..., que no se atrevió, y cuando G... retiró el peloto, la uretra volvió a la normalidad. Cosas que pasan. Por la cabeza se me pasa la peregrina idea de salir corriendo de allí, pero después comprendo la urgencia con la que se desarrolló la operación, y que se diera ese pequeño fallo. El caso es que estábamos convencidos de que la infección, que ya no existe, se debía al doble J, y resultó ser que no era así, ya que el doble J, simplemente, no existía.

El martes, mientras desayuno, G... entra en la cafetería, y me confirma el diagnóstico de leiomiosarcoma para el bulto que extrajo a Pilar. Como le extrañaba lo que había dicho Ch..., había querido asegurarse, y de ahí la tardanza en el análisis y posterior informe. Se confirma pues que se trataba de un cáncer maligno, pero también me dice que el lo quitó prácticamente en su totalidad, y que es muy posible, por no decir casi seguro, que no quede nada en el interior de Pilar. Como siempre, el bueno de G... trataba de abrir una puerta a la esperanza. Me habla por primera vez del doctor S..., el oncólogo que pasa consulta en la Paloma, y me dice que es toda una eminencia en la materia. Se muestra extrañado de que Pilar siga manchando, y me dice que el miércoles va a hacerle otra limpieza de bajos. Esa misma tarde vuelvo a Murcia, a trabajar miércoles, jueves y viernes. Aprovecho para confirmarle a JLM el diagnóstico definitivo, para que se vaya moviendo para mi traslado a Madrid, y el mismo viernes regreso de nuevo a la capital.

El viernes por la tarde, Pilar se encuentra perfectamente. Ha venido a visitarla una prima suya, y entre las dos están intentando desentrañar el misterio de una extraña faja que una enfermera le ha traído a Pilar para que se la ponga. Es de color marrón, viene envuelta en plástico, tiene agujeros por todas partes, y unas instrucciones de uso parecidas a las de un lavaplatos de última generación. Recuerdo a Pilar sentada al borde de la cama, con un brazo metido por uno de los agujeros, y sin saber que hacer con los otros tres. Recuerdo a la prima, con las gafas puestas, intentando comprender el batiburrillo que tenía delante, y recuerdo, sobre todo, el papel que había firmado Pilar, que estaba ahí, en la mesilla, esperando a que lo recogiera la enfermera. Cuando me da por leer el papel, le pregunto a Pilar “¿pero es que tú te llamas Dolores Peña?”. Me mira con cara de jueves, con la faja a medio poner, y me dice. “Anda, pues no. Es que la enfermera me ha enseñado esa firma, y como se parece tanto a la mía, no he caído”. Miro la firma, y desde luego se parece a la de Pilar como un huevo a una castaña. Corro al control, y le informo del error, más que nada porque me imagino a la pobre Dolores esperando su faja. La enfermera, una chica joven, viene y nos dice que se ha equivocado, que se trata de una faja para una liposucción, que perdonemos, que es nueva, que patatín, que patatán, y cuando viene la enfermera jefe se descojona de la risa, como todos nosotros. “¿Pero tú no te dabas cuenta de que la faja te quedaba como una tienda de camping?”, le pregunta la enfermera jefe a Pilar. Pilar no podía responder de la risa que le entró.

El caso es que el sábado le dan el alta a la buena de Pilar, y quedamos con G... en que el martes siguiente pasamos consulta y que después la verá el doctor S..., un internista amigo suyo. Al despedirnos de las enfermeras, Pilar les dice que el martes la va a ver también S...Las enfermeras saben perfectamente que S... es el oncólogo de la Paloma, pero son tan discretas que no dicen nada. Unicamente L..., la enfermera jefe de la mañana, me mira con cierta preocupación. En un aparte, G... me dice que ya ha hablado con S... para que sea discreto y para que envuelva en azúcar la noticia que le tiene que dar a Pilar, y que no me preocupe, que S es un médico muy humano y muy profesional, y que sabrá enfocarle el tema a Pilar perfectamente. Así que no me preocupo, y mientras vuelvo a Murcia, el domingo por la noche, le cuento a mi buen amigo J... toda la película. Me escucha sin decir ni esta boca es mía, por lo que intuyo que L..., su mujer, está escuchando la conversación. No existe peligro de que Pilar se entere, ya que faltan solo dos días para que se lo diga el oncólogo, y no es probable que vea a L... el lunes. Pilar es clarividente, pero solo si te mira a la cara, y L... es incapaz de disimular en vivo, pero sí por teléfono, así que intuyo que mi trabajoso voto de silencio está llegando a su fin.

jueves, 17 de julio de 2008

Homenaje al cine español


Todo el mundo, incluidos familiares y amigos, desaparecen de repente de Madrid, en esa Semana Santa del 2007, caracterizada, como todas las Semanas Santas, por infernales desplazamientos de carretera para disfrutar de apenas cuatro días de descanso. Nosotros ni nos planteamos siquiera que nos den el alta antes de que finalice la semana. G..., que es el único que controla tan preciado papelito, ha desaparecido también, engullido sin duda por la presión vacacional, y ha dejado en su lugar a su ayudante, un cirujano joven que tiene la misma forma de cabeza que mi hermano, por lo que, cada vez que nos visita, le digo a Pilar “ya viene mi hermanito”.

A pesar de que la fiebre ha remitido y ya no hace falta colocarle hielo para bajársela, no ha desaparecido lo suficiente como para pensar en una recuperación absoluta. A Pilar le hacen un cultivo para tratar de saber de donde le viene la infección, cuando mi suegra apunta una posible causa, que le comentamos al joven médico en cuanto tenemos ocasión: al parecer, a mi suegra se le infectó el tubo doble J que le colocaron cuando tuvo unos problemas en el riñón, debido al roce y al tiempo que lo llevó puesto. A Pilar le detectan al día siguiente infección en la orina, así que parece que hemos dado en el clavo. El joven médico receta un antibiótico específico para ese tipo de infecciones, y se le empieza a administrar el mismo jueves por la tarde.

Ese mismo día, y a causa sin duda de la fuerte medicación que le están administrando, Pilar me regala un sentido homenaje al cine español, realizando una involuntaria imitación de ese gran actor de fama internacional que es Antonio Ozores. Tumbada en la cama, empieza de repente a hablar como cuando al cómico le dio durante una temporada por aparecer, creo que en el un, dos, tres, soltar una parrafada en la que no se le entendía nada, y acabar su absurdo discurso con un “no, hija, no”. ¿Os acordáis?. A Pilar no se le entiende casi nada, y cuanto más trata de hablar, más se traba, lo que le provoca una risa incontenible, porque es consciente de que está haciendo el ganso de mala manera. Cuando la veo reírse, con la cara medio hinchada y sin casi poder articular palabra a causa de ese “patinazo de filete” que está sufriendo, me río yo también sin poder contenerme, lo que provoca a su vez que ella se ría más todavía. Y así estamos durante un par de horas, riéndonos sin ningún motivo como un par de gilipollas, cuando entra la enfermera a traer la cena. Para mi sorpresa, Pilar se levanta muy animada, cena como una campeona y encima me dice que si me puedo acercar a Rodilla a comprarle unos cuantos sandwichs. Buena señal. Cuando Pilar recupera el apetito, todo lo anterior queda olvidado.

Ese fin de semana recibimos pocas visitas, debido a las fechas. Los cuatro días pasan sin pena ni gloria, aunque muy tranquilos, debido a que parece que la infección finalmente le viene de la orina, y se la han detectado a tiempo. El jueves o el viernes vuelven a cambiarnos de habitación, esta vez al ala norte, a una zona muy tranquila situada justo encima de la rampa del parking, por lo que apenas se escucha sonido alguno. En la habitación de al lado ingresan a un hombre mayor con una mujer bastante extraña y dos hijas, a las que rápidamente apodamos Pilar y yo las “mariantonietas”, que se parecen a su madre como dos gotas de agua. Por la noche, muy de madrugada, la mujer se despierta con ansiedad, y llama a su marido por su nombre, con una melancolía en la voz que se nos quedó grabada tanto a Pilar como a mi, “A..., A..., contéstame. A..., A..., ¿qué te pasa, A...?”. Habla así, en voz muy baja, y no debe de levantarse a verificar el estado de su Marido, porque ni decir tiene que el buen A... se pasa toda la noche durmiendo apaciblemente.

En otra ocasión, es la mujer de la habitación del otro lado la que se pasa la noche llamando a las enfermeras. También anciana, tiene las piernas vendadas, y cada dos por tres está llamando para que la lleven al baño. En una de las ocasiones, las enfermeras parecen pasar de ella, y cuando finalmente viene una, le dice que no debía haber llamado por el móvil a la dirección del centro para quejarse de que no la hacían caso, que era mentira, que sí la hacían caso pero que estaban muy liadas en ese momento. Una mujer con bastante peligro, al parecer. Recuerdo una noche en que me levanté y moví sin darme cuenta el pantalón que había colocado en el respaldo de una silla de plástico. Del bolsillo trasero salieron las monedas despedidas, que al caer en la silla rebotaron e hicieron un ruido infernal. Al instante se despertó la mujer de las piernas vendadas y gritó “¿Quién anda ahí?. ¿Quién ha entrado?”. Llamó a las enfermeras un par de veces para quejarse de que alguien había entrado en su habitación, y al día siguiente le contaba la misma historia a todo aquel que le dedicara unos momentos de atención. En un alarde de culpabilidad, le confesé a la enfermera que había sido yo el que había provocado el ruido al mover el pantalón, y la enfermera me dijo que pasara del tema, que ya estaban empezando a estar un poco hartas de la buena señora y sus influencias con la cúpula directiva de la clínica.

En ese sentido, tengo que reconocer que Pilar es dura como una piedra. Pasó noches terribles con la fiebre y después de la operación, pero cuando yo le preguntaba si quería que llamara a una enfermera, siempre me decía que no, que ya se le pasaría. Si alguna vez he llamado para que le trajeran algún calmante o cualquier otra cosa, después me ha echado la bronca, síntoma inequívoco, por otro lado (lo de echarme la bronca, digo), de que ya se le ha pasado el malestar.

Pasaron así los cuatro días, entre homenajes al cine español, voces nocturnas y visitas del clon de mi hermano, que no decía nunca nada pero tomaba buena nota de lo que le decíamos nosotros, lo cual al menos nos consolaba. No tomó una sola decisión, pero venía todos los días, con lo que amenizaba las mañanas. Las tardes se pasaban entre risas, chascarrillos y películas de romanos, que era lo que tocaba dadas las fechas en las que estábamos.

domingo, 13 de julio de 2008

Sangre, sudor, fiebre y carretera


El primer día del alta después de la operación empieza la jarana. Esa misma noche, a Pilar parece que se le ha abierto la herida, y muestra la venda medio ensangrentada. Sin saber muy bien lo que nos vamos a encontrar, y preparándome para recoger algún trozo de intestino que se le salga de repente, le retiramos con cuidado la venda, para encontrarnos simplemente con uno de los puntos que le supura un poco, como si se le hubiera abierto por dentro. El corazón deja de latirnos desbocado a mi suegra y a mi, y nos limitamos a lavar un poco la herida con betadine.

Los siguientes días transcurren con aparente normalidad. El miércoles por la tarde me incorporo a mi trabajo en Murcia. He decidido viajar en coche, por lo que pueda ocurrir. Mi estancia en Murcia se compone de días más o menos tranquilos, invadidos por los asuntos laborales que he dejado pendientes, y de noches angustiosas, en las que me despierto jadeando, con la cabeza hecha un lío entre lo que me dijo Ch... y la esperanzada cabezonería de G... Resulta muy duro estar lejos de la familia en momentos como esos.

El viernes le cuento a mi jefe en Murcia el estado de la situación. Es la única persona a la que le hablo, de momento, de la posibilidad del cáncer de Pilar. Le ruego que no diga nada a nadie, ni siquiera de la empresa, hasta que no se conozca el resultado del informe que ha encargado G..., pero quiero que lo sepa por si en un momento determinado la empresa tiene que tomar la determinación de enviarme a Madrid por causas de fuerza mayor. JLM, mi jefe en Murcia, es una de las personas más comprensivas que conozco. Durante la fase de la operación de Pilar me llamaba todos los días, sin dejar uno, para interesarse por como iban sucediendo las cosas, y jamás me insinuó siquiera, en ninguna de las llamadas, nada que tuviera la más lejana relación con el trabajo o con mi vuelta al mismo. Es un auténtico lujo compartir trabajo con personas como JLM.

Durante el jueves y el viernes llamo a Pilar una media de tres o cuatro veces al día. Está recuperando bastante bien el apetito, pero me preocupa cuando me dice que por la tarde le sube un poco la fiebre. Regreso el viernes por la tarde, y me la encuentro en pleno estado febril, sudando como una descosida. Llamamos a G..., y nos dice que después de una operación como la que le ha hecho a Pilar, una verdadera obra de arte, es normal que aparezcan esporádicos episodios de fiebre, pero cuando le decimos que cada vez le dura más y que llega a los 39 grados, nos dice que vayamos a verle el próximo martes.

El fin de semana pasa sin pena ni gloria. El domingo por la tarde vuelvo a coger el coche para ir a Murcia, pasa el lunes casi sin enterarme, y el martes por la mañana salgo otra vez de Murcia para ver a G... por la tarde. Estoy empezando a hartarme un poco de los cuatrocientos kilómetros que separan Murcia de Madrid. Cuando llego a Madrid, me encuentro con una sorpresa bastante desagradable: Pilar ha sufrido una serie de calambres que la han mantenido sin poder moverse casi hasta el mismo momento de mi llegada. Me la encuentro con la mano medio doblada, haciendo esfuerzos para mantenerla firme, sentada y casi sin ninguna fuerza para levantarse. Además, ha adelgazado ostensiblemente desde el domingo para acá, síntoma inequívoco de que ha recuperado el apetito, pero no lo suficiente. Está en medio de otro episodio de fiebre mientras se viste para que la vea G...

Cuando llegamos a La Paloma, G... nos dice que puede ser normal, tanto la fiebre como los calambres, que se pueden deber a alguna complicación posoperatoria, pero que no nos preocupemos, que la cosa va bastante bien. Le hace un volante para un análisis de sangre para el jueves, y volvemos a casa. Ni que decir tiene que cuando les contamos a nuestros buenos amigos J... y L... que Pilar ha tenido hasta 39 de fiebre en varias ocasiones, se ponen como motos y nos dicen que si estamos locos, que como no se nos ha ocurrido acudir de inmediato a urgencias. Les decimos que ya nos ha visto el cirujano, que el jueves 29 de marzo le van a hacer un análisis de sangre y alguna prueba más para ver como va, que es posible que se le haya infectado algún punto, y ante esa batería de argumentos parecen calmarse, aunque no podemos evitar que nos achuchen para que le metamos toda la cera posible al cirujano.

Estando así las cosas, el jueves por la mañana nos presentamos de nuevo en La Paloma. A Pilar le sacan sangre, le hacen una ecografía y la mandan a casa, diciéndonos que no nos preocupemos, que le pasarán los resultados directamente a G... Ante esa premisa, yo me planteo volver a mi puesto de trabajo, y me pongo en carretera el mismo jueves por la mañana, a eso de las doce, después de dejar a Pilar en casa.

Más o menos cuando voy por el kilómetro doscientos, recibo una llamada de Pilar, ligeramente alterada, en la que me cuenta que la ha llamado desde la Paloma el mismo doctor G..., y que le ha dicho que, sin prisa pero sin pausa, se acerque para ingresar, porque está muy débil. Apenas un par de horas después de hacerle el análisis, detectaron una importante anemia. Cojo el primer cambio de sentido que me sale al paso, y vuelvo a Madrid. En poco más de siete días me he currado la friolera de dos mil kilómetros.

El jueves por la tarde ingresamos en una habitación un poco asquerosilla, con un destartalado mueble cama para dormir en lugar del sofá, en el que no se puede uno sentar, pero al menos tenemos terraza, algo de lo que no habíamos disfrutado en nuestra anterior estancia. Nada más entrar le enchufan a Pilar dos o tres bolsas de sangre, una detrás de otra, con lo que recupera casi de inmediato el color de los labios, que se le habían quedado casi blancos un par de días atrás.

G... nos dice que va a tenerla ingresada “un par de días” para asegurarse, así que nos planteamos seriamente que nuestras vacaciones de semana santa de este año van a transcurrir casi con toda seguridad en nuestra buena clínica de la Paloma. Ya sabemos perfectamente lo que duran “los pares de días” del doctor G.... Nos da lo mismo, porque tampoco habíamos hecho planes, ya que contábamos con que Pilar se recuperase tranquilamente en casa, pero desde luego no contábamos con pasar esos días fuera de casa.
Los episodios de fiebre no remiten, y recuerdo como si fuera un cuadro a la pobre Pilar, enchufada el viernes por la tarde a otra bolsa de sangre, sudando de tal manera a causa de la fiebre, que el camisón se le puso completamente empapado, entre otras razones, además, porque le tuvieron que poner hielo en el pecho para intentar que le bajara. Ni el mismo G... podía explicarse la causa de la fiebre, como no fuera por una cistitis o por una infección de caballo, así que, entre hielo y sangre, a la pobre criatura le enchufaban también una buena dosis de todo tipo de antibióticos.

El fin de semana transcurrió sin novedades importantes. La fiebre pareció remitir un poco, y las visitas nos hablaban de sus planes para la próxima semana. No teníamos nada claro que le fueran a dar el alta el lunes, y así además nos lo confirmó G... el domingo por la mañana, así que decidí salir para Murcia otra vez el domingo por la tarde.

El lunes llamé a Pilar y me dijo que G... le había hecho un legrado, una buena limpieza de bajos, y a introducción de una gasa para que absorbiera todo lo que pudiera. Parecía que la fiebre iba remitiendo, seguramente por el tratamiento a base de antibióticos al que la estaban sometiendo a la pobre.

El miércoles volví a Madrid y me la encontré bastante mejor, con la cara ligeramente hinchada (posiblemente como síntoma de la cortisona que supuse que le estaban atizando), pero con bastante sentido del humor y menos fiebre. Ya no le ponían hielo para bajársela, así que mantenía el camisón impolutamente blanco y seco, como debe ser. Además, la habían cambiado otra vez de habitación, y habíamos vuelto a recuperar el sofá que tan buenos momentos nos ha proporcionado a los acompañantes en esta triste singladura.

Estábamos resignados, pues, a pasar una semana santa en la Clínica La Paloma, con pensión completa para uno de los miembros de la pareja y con un sin fin de actividades lúdicas a cual más gratificante. Un auténtico aburrimiento, vaya.

martes, 8 de julio de 2008

Buenos días, tristeza


El lunes 19 de marzo de 2007 se ha convertido por méritos propios en uno de los más tristes de toda mi vida. Bajé a desayunar temprano, y cuando llegó mi suegro, me inventé una excusa absurda (que me habían llamado del Colegio de Aparejadores, creo recordar) para acudir a la cita con Ch... La naturaleza de la excusa no podía estar relacionada con el trabajo, ya que mi puesto por aquellas fechas estaba en Murcia, y de haber insinuado algo al respecto, Pilar habría sospechado.

Como en la anterior ocasión en que visité a Ch..., poco antes de venir a la Paloma, me sorprendió aquella multitud de mujeres embarazadas en la sala de espera. No podía pensar en otra cosa que en el contraste que suponía la vida que aquellas personas albergaban en su interior, en comparación con el oscuro tumor que se alojaba en Pilar. Sus caras más o menos serias me resultaban chocantes. Deberían estar dando saltos de alegría.

En esta ocasión, la enfermera no me coló. Tuve que esperar pacientemente el desfile de embarazadas, hasta que me llegó el turno. Ch...me hizo sentarme y me enseñó el informe. Fue la primera vez que me explicaron la naturaleza de los tumores que le había extirpado G... a mi mujer. Se trataba de un leiomiosarcoma, uno de los tumores más extraños que se pueden dar en una persona. Ch... dibujó el mismo círculo que otros muchos dibujarían después. El círculo representaba la gran familia de los sarcomas. Dentro del círculo, dibujó otro círculo mucho más pequeño, y me dijo que ese otro círculo representaba el porcentaje de los leiomiosarcomas que se daban dentro de la gran familia de los sarcomas. Es un tipo de tumor que crece muy rapidamente, pero que al menos tiene la propiedad de que no se expande mucho, y si crece encapsulado, se puede extirpar sin ninguna consecuencia.

El proceso, me dijo Ch..., era el de visitar al oncólogo cuando Pilar se recuperara de la operación. Le pregunté si conocía alguno y me dijo que sí, que a varios, que ya me daría nombres cuando fuéramos a visitarlos. Insistió varias veces en que le entregara el informe a G..., y me entregó una copia para mi. Antes de salir de la consulta, me dijo que no se podía explicar que a Pilar no le molestaran los bultos. Porque no sé si dije en la entrada correspondiente que G... le extirpó a Pilar el día de la operación dos bultos, uno como una pelota de tenis y el otro bastante más grande.

Como iba diciendo, Ch... me dijo que le extrañaba mucho que a Pilar no le doliera, que había notado algo extraño en la última revisión y que la había emplazado para una ecografía a la semana siguiente. Algo que, dada la urgencia de la operación, no se produjo. Lo mismo que me había dicho en la visita anterior.

Nunca se me olvidará la salida de la consulta de Ch... aquel frío lunes del mes de marzo. Cuando ya estaba de pie, me volví y le dije: “¿tiene solución, verdad?”. El estaba sentado a la mesa, con los codos apoyados en el tablero. Me miró a los ojos y me dijo “por supuesto”. Jamás me habría imaginado, y menos en aquel momento, que aquella iba a ser la última vez que viera al buen doctor Ch..., el ginecólogo que trajo al mundo a mi hijo y operó a Pilar de un mioma benigno allá por el año 2003. Apenas tres meses más tarde, en Julio o en Agosto de 2007, Ch... murió de una enfermedad que venía arrastrando desde bastante tiempo atrás. Descanse en paz, mi buen doctor.

Volví a la Paloma como alma que lleva el diablo. Resulta cuando menos curiosa la ansiedad que sentí durante aquellos días. Cada vez que salía de la clínica, estaba deseando volver. Me imaginaba a Pilar desamparada, aburrida, esperándome. Una auténtica chorrada, porque la mayoría de las veces, cuando entraba en la habitación, estaba de cháchara con las enfermeras, con parientes, con amigos o con el bueno de G..., que a veces nos visitaba hasta un par de veces al día. Antes de subir, dejé el informe en la casilla de G..., en recepción, con una nota en la que le explicaba que, si decidía decirle algo a Pilar sobre el asunto, se asegurara de que hubiera nadie en la habitación, ni amigos ni familiares, y mucho menos sus padres o los míos. No era muy probable que G... leyera el informe el lunes, porque solía operar también ese día, aunque la enfermera me dijo que a veces se pasaba por allí a recoger la correspondencia.

Así pues, subí a la habitación, y el resto del lunes transcurrió como casi todos los demás días, con visitas esporádicas a niños mundi, con paseos por los pasillos con la bolsa de la orina y el suero colgadas (la del drenaje de la herida ya se la habían retirado), y con críticas por parte de Pilar hacia esas jóvenes y no tan jóvenes que se sometían voluntariamente a una operación de estética en la cara (La Paloma es una clínica especializada también en ese tipo de operaciones), que se cruzaban con nosotros con la cara morada, un aparatoso vendaje colocado en la nariz, y un novio o marido colgado del brazo, y resignado a los deseos de su parienta. “A buenas horas me iba a meter yo en un quirófano por un capricho”. Resulta imposible hacerle ver a Pilar que existen personas para las cuales lo más importante es su aspecto exterior, su “cáscara”, como ella dice, y que pueden llegar a acomplejarse por algún defecto físico fácilmente operable. Y resulta imposible porque, tanto para Pilar como para mi, lo importante es lo de dentro. Lo demás, simplemente, es accesorio. También puede ser que pensemos así porque no somos precisamente unos top models. Si acaso, “tronch” models, sobre todo yo, pero esa, amigos, es otra historia.

El martes transcurre con la misma tranquilidad que el lunes, con la diferencia de que la enfermera de mañana nos dice que es muy probable que G... nos de el alta. La recuperación de Pilar ha sido meteórica, y ya come bastante bien, aunque no tanto como antes de la operación. Basta que la enfermera le diga eso, para que Pilar se ponga a hacer planes y a organizar la vuelta al hogar. Que si llévate esa ropa, que si tráeme esto, que si tráeme aquello, que si acércate a la farmacia a comprar compresas... Después de operarla, G... nos dijo que iba a seguir manchando durante una temporada, porque uno de los tumores había provocado una herida que era que la que sangraría todavía, si bien con bastante menos intensidad que cuando vino por primera vez a la clínica. No hace falta que salga a comprar compresas. En un alarde de generosidad, la enfermera a la que apodamos “La Reme” por su ligero parecido con una prima de Pilar, aparece en la habitación con una bolsa entera.

Cuando viene G..., no comenta nada del informe que le había dejado en recepción. Tampoco le pregunto, porque supongo que todavía no lo ha recogido. De buenas a primeras, le dice a Pilar “hala, vístete, y a casa”. En mi cortas luces, supongo que no le ha dicho nada porque estaba mi suegro delante, así que, en un alarde de audacia, salgo al pasillo y le intercepto antes de que suba al ascensor.

- ¿Ha recogido el informe de Ch... que le dejé ayer en su casillero? -todavía no tengo la suficiente confianza como para tutearle-.

- Si, pero no me vale. Prefiero esperar al análisis que haga mi laboratorio. Una muestra recogida en urgencias, de mala manera, en medio de una hemorragia, con medios que pueden no ser los adecuados, tampoco es que sea muy fiable. Este Ch... es un alarmista. Cuando tenga mi informe ya veremos.

Me dice eso mientras se aleja por el pasillo. Sin comerlo ni beberlo, este hombre acaba de darme otro atisbo de esperanza. Vuelvo a la habitación, recogemos los trastos en un santiamén, pagamos el alquiler de la televisión y salimos a la calle. Pilar emite un suspiro de satisfacción cuando siente el aire fresco sobre la cara.

Parece que la vida nos vuelve a sonreír.

viernes, 4 de julio de 2008

Domingo negro




La semana de la operación transcurre con absoluta normalidad. Salvo los primeros días después del miércoles, en los que a Pilar le duele la herida más de lo habitual y se despierta a veces por la noche con nauseas, el resto del tiempo es una balsa de paz. En una de esas noches, no recuerdo si la del jueves o la del viernes, G... nos dice que es muy normal que le duela, y mucho, ya que le ha tenido que hacer, al parecer, una auténtica carnicería. El cirujano se fija cada vez que viene en el color de la orina, en el drenaje que le ha colocado en la tripa para la supuración de la herida, y en el estado de ánimo, que casi siempre es bueno.

El jueves por la mañana, concretamente, Pilar recibe a G... sentada en la silla, cuando apenas han pasado veinticuatro horas de la operación. Está medio mareada todavía por la anestesia. G... se sienta en el sofá, a su lado, y Pilar vomita compulsivamente una buena cantidad de bilis. “Así es como me gusta que me reciban mis pacientes”, comenta G...para quitarle hierro al asunto, a lo que Pilar responde con otra vomitona espectacular. El resignado doctor espera a que finalice la catarata de bilis para decirnos que todo va según lo esperado, que Pilar se está recuperando muy bien, y que si la cosa sigue así es muy posible que la próxima semana nos de el alta. Yo estoy más o menos tranquilo, más que nada por el atisbo de esperanza que nos dio al decir que seguramente el tumor era benigno, y porque siempre he supuesto que un cirujano, al abrir a un paciente, sabe perfectamente si lo que tiene su paciente es normal o es maligno. Cuando G... no ha comentado nada al respecto, se supone que no hay ningún problema.

Ante este momentáneo estado de autoconvencimiento de que la cosa va bien, me relajo por primera vez en semana y media, y me dedico, como aquel que dice, a hacer turismo por la zona y a robarle a Pilar fotografías, como si de una modelo en pelotas de las que salen en Interviú se tratara. Ni que decir tiene que Pilar protesta airadamente cuando nota el flash de la cámara, pero yo sigo machacando, entre otras razones porque las protestas le dan vidilla al aburrimiento.

Descubro en mis peregrinaciones por la zona un VIPS cercano, situado en la calle Julian Romea, en el que desayuno durante los cuatro días que restan de semana. Durante el jueves y el viernes está bastante animado, con estudiantes, oficinistas de Hacienda, trabajadores de los hospitales cercanos. El sábado apenas hay nadie, y el domingo, no solo el VIPS, sino el trayecto hasta el mismo, dan incluso un poco de miedo, porque no me encuentro con un alma.

Físicamente, la pobre Pilar está hecha un cromo, pero al menos se puede sentar sin que le duela. Nuestros paseos son bastante más lentos que antes de la operación, entre otras cosas porque salimos al pasillo cargados de bolsas, tubos y esa gran percha de la que cuelgan tanto el suero como los medicamentos que le están poniendo para prevenir la infección. Me da la impresión de estar paseando con un astronauta, y cuando se lo digo se ríe. Visitamos a niños mundi. Según la hora, el patio está frecuentado primero por los más pequeños, los del baby azul, los afortunados que atacan con verdadera dedicación las cestas de bocadillos, si es que les deja algo “zampabollos”, que no perdona ni un solo día. Después salen los de doce o trece años, que juegan al fútbol, tiran la pelota cada dos por tres por encima de la valla y reclaman su devolución al primer transeúnte que se la encuentre. En este sentido, asistimos a un curioso acontecimiento –hay que joderse. En circunstancias como las nuestras, cualquier cosa, por nimia que sea, nos parece un acontecimiento-. Un hombre mayor coge la pelota, y al tratar de pasarla por encima de la valla, falla, y la pelota vuelve a sus pies. “Con más técnica, señor”, grita entonces un crío. El hombre vuelve a tirar, ligeramente nervioso, y vuelve a fallar, de forma que la pelota rebota en un lugar de la valla inferior al anterior. “Con más técnica y con algo más de fuerza, señor”, vuelve a gritar el mismo crío, despertando esta vez las risas de todos los testigos, tanto sus compañeros como de las personas que componen el trasiego diario a la clínica. Después de estos, salen al patio los que Pilar y yo denominamos los “gansopollinos”, adolescentes con la cara llena de granos, que juegan al fútbol o al baloncesto para lucirse delante de los corrillos de sus compañeras, que a su vez no sueltan el móvil ni para sujetarse el pelo. Quien pillara una edad como esa.

Los días laborables recibimos pocas visitas. El viernes por la tarde, mi hermana vuelve a recoger a Sergio, que está encantado de quedarse todo el fin de semana con sus primos. El sábado, después de la visita de Garzón, empezamos a recibir visitas de familiares y amigos. Pilar atiende a todos con una sonrisa en la cara, y se muestra dicharachera, muy animada y con ganas de jarana. Al final del día, tanto movimiento le pasa factura, y se muestra cansada y con un poco de fiebre. Por la noche se queja un poco de que le duele la herida. Cuando le cojo la mano y le digo que todo va a salir muy bien, me dice que ya lo sabe, que a ella no le puede pasar nada porque es una buena persona. Así de simple. Con un argumento con ese, me desarma por completo, porque tiene toda la razón. Nunca he conocido a nadie con el que Pilar haya tenido un cabreo o unas malas palabras. Se ha pasado toda la vida repartiendo cordialidad entre los que la rodean, y aunque a veces se muestra bastante cabezota en su decisiones, jamás le ha hecho mal a nadie. Vivir y dejar vivir. Así podría resumirse el planteamiento vital de Pilar.

El domingo nos despertamos a la misma hora de todos los días, influenciados como estamos por la rutina hospitalaria de los termómetros, los cambios de turno y los ruidos en el psillo de la bandeja del desayuno. En esta habitación no se diferencian ni los días ni las noches. Da exactamente igual que sea domingo, sábado, lunes o jueves. Noto la diferencia cuando salgo a la calle, dispuesto a meterme entre pecho y espalda un desayuno especial VIPS y a airearme un poco, que siempre viene bien.

Como ya he dicho antes, no me cruzo con nadie por la calle, a causa de que es domingo, pero sobre todo, de que es temprano. En el VIPS hay unas cuantas parejas de chavales jóvenes, bien vestidos, que ríen y beben coca-cola y batidos de chocolate. Después de desayunar, compro unas cuantas revistas para Pilar, y el periódico. Me recreo un poco viendo escaparates, y cuando vuelvo a la clínica son ya cerca de las once. Nada más llegar a la tercera planta, la nuestra, suena el teléfono móvil.

Es Ch..., el ginecólogo que nos envió aquí. Me pregunta qué tal ha ido todo, le digo que muy bien, y le pregunto a mi vez si ya tiene el informe de la extracción de masa que le hicieron a Pilar en urgencias. Me dice que si, que no quería decírmelo por teléfono. Ante mi insistencia, me dice que es maligno, y que si puedo que me acerque a la clínica B... al día siguiente.

No os podéis imaginar mi estado de ánimo en aquel momento. Toda la esperanza acumulada gracias a los comentarios de G... se vino debajo de repente, con toda su crudeza, como un castillo de naipes. El domingo, que había empezado alegre y tranquilo, se convirtió de repente en un nubarrón negro. No sabía ni como encarar el asunto, hasta que entré en la habitación, leyendo con sus gafas de montura roja. Tenía la cabeza a punto de estallar, inmerso en el dilema de si decirle lo que me había dicho Ch... o callarme. En aquel momento, aparecieron nuestros amigos, J... y L... Yo estaba como en una nube, hasta que J... me propuso bajar a tomar algo. Mantuvimos una conversación sobre algo que no recuerdo. Yo estaba tranquilo, porque veía al menos que mi amigo no me notaba nada raro. Hasta ese punto he sabido disimular siempre las desgracias. Estando con el, con mi muy buen amigo J, tomé la decisión más difícil de toda mi vida: lo vital en estos momentos es que Pilar se recuperara satisfactoriamente de la operación, y para eso, nadie, y me repetí varias veces a mi mismo, absolutamente nadie, ni siquiera los miembros de mi familia o de la suya, deberían saber lo que le estaba ocurriendo.

Os preguntaréis porqué decidí hacer eso. Es muy simple: Pilar es buena persona, pero no tiene un solo pelo de tonta. A cualquiera que supiera que estaba atravesando por ese bache se lo iba a notar en la cara, así que lo mejor era eliminar esa posibilidad.

Aún hoy me pregunto como fui capaz de disimular hasta el punto de que Pilar no descubriera nada.

martes, 1 de julio de 2008

El día grande


El domingo, lunes y martes de la semana de la operación transcurren sin nada que destacar. Los productos lácteos permanecen en las ventanas de la residencia de estudiantes, y los niños mundi juegan en el patio del colegio, mientras que los profesores atacan con voracidad los bocadillos, guardados en unas entrañables cestas de madera, que unas señoras perfectamente uniformadas reparten a media mañana a los niños. Uno de los profesores ataca con tanta voracidad a su bocadillo, que se gana rápidamente, de forma merecida, el apodo de “zampabollos”, otorgado generosamente por mi suegro en un alarde de generosidad.

El dolor de Pilar resulta cada vez más insoportable. G... nos visita todos los días, incluso el domingo por la mañana, aunque la visita de ese día es bastante distendida, y nos dedicamos a hablar de libros y de la manifestación del sábado hasta que Pilar se mosquea y dice “bueno, si molesto, me voy”. La conversación con G... resulta cada vez más agradable. A medida que cogemos confianza, tanto nosotros con el, como el con nosotros, tenemos más clara la sensación de que estamos en buenas manos. Nos habla bastante de Ch..., y de los “marrones” que le envía de vez en cuando. “Nosotros somos uno de esos marrones”, le dice Pilar, y es verdad, pero el hombre se ríe.

El martes bajan a Pilar para colocarle el tubo doble jota para que su riñón, aprisionado por el bulto, drene correctamente. En menos de una hora vuelve a la habitación. Nada de dolor, nada de rechazo a la anestesia, nada de nada. Todo ha ido perfectamente

El miércoles por la mañana nos despertamos pronto. G... nos dijo que Pilar iba a ser la primera del día, para que le pillara despejado. Hemos dormido como auténticos troncos. Ni nervios, ni sobresaltos...Parece mentira la madurez y entereza de Pilar en ese sentido. Si hubiera sido yo al que fueran a meter en el quirófano, probablemente habría pasado la noche como un buho, sin pegar ojo. Todavía nos da un poco de tiempo, después de desayunar, a pasar un rato con sus padres, con los míos y con Sonsoles, que ha venido a vernos.

Vienen a buscarla pronto, una enfermera, con un gorro verde en la cabeza que, sin saber explicarme muy bien la razón, me recuerda a mi prima Puri. G... Nos advirtió de que la operación iba a resultar larga, pero aún conociendo ese dato, a eso de las once comienzo a pasear nervioso por la habitación y por el pasillo. También me aconsejó G..., supongo que advertido por Ch... en el sentido de que yo soy uno de esos maridos que pueden catalogarse en la categoría de “plastas sistemáticos”, que no bajara a la zona de quirófanos, porque no me iba a enterar de nada, que lo mejor era permanecer en la habitación, y que, ante cualquier incidencia, el se pondría en contacto conmigo. No soy capaz de concentrarme en nada. Ni en la televisión, ni en la conversación que mantienen los visitantes. Pasan un par de horas, hasta que de repente suena el teléfono, y el corazón me da un vuelco.

Es G... Me comunica que la operación ha ido perfectamente, que ha sido complicada, y que Pilar está recuperándose y que tardará todavía un poco en subir. Nada más colgar, los visitantes me someten al interrogatorio de rigor, y se nota su alegría cuando les digo que todo ha ido bien.

Más o menos a la media hora, vuelven a llamar. Es G... otra vez, y me dice que ha decidido ponerle a Pilar un poco de sangre, porque al parecer ha perdido bastante en la operación y ha cogido un color bastante rarillo. Me lo advierte porque dice que, para muchos parientes de enfermos, resulta muy aparatoso verles aparecer en la habitación enchufados a un paquetillo de sangre. Le agradezco el detalle, y nada más colgar, se lo explico a la parentela, tratando de quitarle importancia. No debe de salirme demasiado convincente el argumento, porque enseguida se ponen nerviosos y me contestan que no es nada normal que suban a un enfermo con sangre. A veces pienso que mi propia familia no me cree, sobre todo en lo relacionado con asuntos de salud, tanto míos como de Pilar o Sergio. Puede deberse, casi sin ninguna duda, a mi incorregible costumbre de transmitir el menor número de desgracias posibles.

Pilar sube muy cerca del mediodía. Está despierta, pero muy atontada a causa de la anestesia, y tiene los labios muy blancos. Me recuerda perfectamente el día en que nació Sergio. Subió a la habitación en el mismo estado que hoy, con una diferencia de trece años y dos bolsas de drenaje que no llevaba entonces, situadas una enganchada a un tubo de plástico que nace en el aparatoso vendaje que le cubre el abdomen, y la otra, para la orina, enganchada a un tubito de plástico, más pequeño que el anterior, situado en los bajos. Los dos drenajes, la sangre que le han enchufado, los ojos medio cerrados, los pelos como pallá y los labios blanquecinos, le otorgan a Pilar un aspecto no precisamente muy glamouroso que digamos. Sonsoles, que se ha tranquilizado al ver a Pilar entrar por la puerta de la habitación, se despide de nosotros y se va. Poco después se marchan mis padres, y los suyos después de que yo haya bajado a comer algo.

La tarde transcurre con la normalidad que se produce después de un acontecimiento que ha provocado un nerviosismo familiar durante más de una semana. Todos estamos cansados, y Pilar duerme tranquila, aunque a veces se queja, tanto del dolor que le provoca la herida, como del malestar de la anestesia, que le provoca nauseas. A pesar de haberlo advertido, es inevitable que por la tarde vengan a verla dormir unos cuantos parientes y amigos. El teléfono suena también desbocado durante todo el día, hasta casi las once de la noche. Innumerables llamadas interesándose por la salud y el resultado de la operación de esta buena mujer que es Pilar.

A medida que oscurece, se tranquiliza la cosa, hasta que finalmente nos quedamos Pilar y yo solos. Veo un rato la televisión. Cuando ya son casi las once, Pilar me llama, medio llorosa, diciendo que le duele mucho la herida. Lo repite varias veces, y me asusto, así que llamo a una enfermera para que le coloque un calmante. Creo que tiene un poco de fiebre, pero me han dicho que es normal después de una operación de ese calibre. Pilar entra en una especie de estado medio somnoliento, y se queja del dolor, pero también aprieta los labios a cada momento y me dice, convencida, que lo va a superar. “No me va a doler, Félix, ¿verdad?. No me va a doler...”. Las nauseas se repiten, hasta que vomita un poco de bilis y finalmente se queda dormida. Yo también me acuesto. Ha sido un día muy duro. Me pongo el pijama, apago la televisión, y me meto en la cama, con la intención de dormirme en cuanto pueda.

A eso de la una y media, más o menos, escucho que se abre la puerta de la habitación. No me cuadra mucho, porque la enfermera que pone el termómetro a las diez es la última persona que suele visitar a los enfermos. Salgo de dudas rápidamente al distinguir el uniforme verde de cirujano, arrugado y con manchas de sangre en varios lugares.

Es G.... Este hombre es incombustible. Mira la cama de Pilar, fijándose en las dos bolsas que cuelgan de los tubos de plástico. Yo no sé que hacer, si levantarme o seguir en la cama. Cuando finalmente me decido a moverme, me hace un gesto con la mano. “No, no te muevas –me dice-. Solo quiero comprobar una cosa”. Se fija en el color de la orina, y en voz baja, para no despertar a Pilar, me dice que todo está muy bien, y se va.

Si antes me quedaba alguna duda, en este momento tengo la completa seguridad de que estamos en buenas manos.