martes, 1 de julio de 2008

El día grande


El domingo, lunes y martes de la semana de la operación transcurren sin nada que destacar. Los productos lácteos permanecen en las ventanas de la residencia de estudiantes, y los niños mundi juegan en el patio del colegio, mientras que los profesores atacan con voracidad los bocadillos, guardados en unas entrañables cestas de madera, que unas señoras perfectamente uniformadas reparten a media mañana a los niños. Uno de los profesores ataca con tanta voracidad a su bocadillo, que se gana rápidamente, de forma merecida, el apodo de “zampabollos”, otorgado generosamente por mi suegro en un alarde de generosidad.

El dolor de Pilar resulta cada vez más insoportable. G... nos visita todos los días, incluso el domingo por la mañana, aunque la visita de ese día es bastante distendida, y nos dedicamos a hablar de libros y de la manifestación del sábado hasta que Pilar se mosquea y dice “bueno, si molesto, me voy”. La conversación con G... resulta cada vez más agradable. A medida que cogemos confianza, tanto nosotros con el, como el con nosotros, tenemos más clara la sensación de que estamos en buenas manos. Nos habla bastante de Ch..., y de los “marrones” que le envía de vez en cuando. “Nosotros somos uno de esos marrones”, le dice Pilar, y es verdad, pero el hombre se ríe.

El martes bajan a Pilar para colocarle el tubo doble jota para que su riñón, aprisionado por el bulto, drene correctamente. En menos de una hora vuelve a la habitación. Nada de dolor, nada de rechazo a la anestesia, nada de nada. Todo ha ido perfectamente

El miércoles por la mañana nos despertamos pronto. G... nos dijo que Pilar iba a ser la primera del día, para que le pillara despejado. Hemos dormido como auténticos troncos. Ni nervios, ni sobresaltos...Parece mentira la madurez y entereza de Pilar en ese sentido. Si hubiera sido yo al que fueran a meter en el quirófano, probablemente habría pasado la noche como un buho, sin pegar ojo. Todavía nos da un poco de tiempo, después de desayunar, a pasar un rato con sus padres, con los míos y con Sonsoles, que ha venido a vernos.

Vienen a buscarla pronto, una enfermera, con un gorro verde en la cabeza que, sin saber explicarme muy bien la razón, me recuerda a mi prima Puri. G... Nos advirtió de que la operación iba a resultar larga, pero aún conociendo ese dato, a eso de las once comienzo a pasear nervioso por la habitación y por el pasillo. También me aconsejó G..., supongo que advertido por Ch... en el sentido de que yo soy uno de esos maridos que pueden catalogarse en la categoría de “plastas sistemáticos”, que no bajara a la zona de quirófanos, porque no me iba a enterar de nada, que lo mejor era permanecer en la habitación, y que, ante cualquier incidencia, el se pondría en contacto conmigo. No soy capaz de concentrarme en nada. Ni en la televisión, ni en la conversación que mantienen los visitantes. Pasan un par de horas, hasta que de repente suena el teléfono, y el corazón me da un vuelco.

Es G... Me comunica que la operación ha ido perfectamente, que ha sido complicada, y que Pilar está recuperándose y que tardará todavía un poco en subir. Nada más colgar, los visitantes me someten al interrogatorio de rigor, y se nota su alegría cuando les digo que todo ha ido bien.

Más o menos a la media hora, vuelven a llamar. Es G... otra vez, y me dice que ha decidido ponerle a Pilar un poco de sangre, porque al parecer ha perdido bastante en la operación y ha cogido un color bastante rarillo. Me lo advierte porque dice que, para muchos parientes de enfermos, resulta muy aparatoso verles aparecer en la habitación enchufados a un paquetillo de sangre. Le agradezco el detalle, y nada más colgar, se lo explico a la parentela, tratando de quitarle importancia. No debe de salirme demasiado convincente el argumento, porque enseguida se ponen nerviosos y me contestan que no es nada normal que suban a un enfermo con sangre. A veces pienso que mi propia familia no me cree, sobre todo en lo relacionado con asuntos de salud, tanto míos como de Pilar o Sergio. Puede deberse, casi sin ninguna duda, a mi incorregible costumbre de transmitir el menor número de desgracias posibles.

Pilar sube muy cerca del mediodía. Está despierta, pero muy atontada a causa de la anestesia, y tiene los labios muy blancos. Me recuerda perfectamente el día en que nació Sergio. Subió a la habitación en el mismo estado que hoy, con una diferencia de trece años y dos bolsas de drenaje que no llevaba entonces, situadas una enganchada a un tubo de plástico que nace en el aparatoso vendaje que le cubre el abdomen, y la otra, para la orina, enganchada a un tubito de plástico, más pequeño que el anterior, situado en los bajos. Los dos drenajes, la sangre que le han enchufado, los ojos medio cerrados, los pelos como pallá y los labios blanquecinos, le otorgan a Pilar un aspecto no precisamente muy glamouroso que digamos. Sonsoles, que se ha tranquilizado al ver a Pilar entrar por la puerta de la habitación, se despide de nosotros y se va. Poco después se marchan mis padres, y los suyos después de que yo haya bajado a comer algo.

La tarde transcurre con la normalidad que se produce después de un acontecimiento que ha provocado un nerviosismo familiar durante más de una semana. Todos estamos cansados, y Pilar duerme tranquila, aunque a veces se queja, tanto del dolor que le provoca la herida, como del malestar de la anestesia, que le provoca nauseas. A pesar de haberlo advertido, es inevitable que por la tarde vengan a verla dormir unos cuantos parientes y amigos. El teléfono suena también desbocado durante todo el día, hasta casi las once de la noche. Innumerables llamadas interesándose por la salud y el resultado de la operación de esta buena mujer que es Pilar.

A medida que oscurece, se tranquiliza la cosa, hasta que finalmente nos quedamos Pilar y yo solos. Veo un rato la televisión. Cuando ya son casi las once, Pilar me llama, medio llorosa, diciendo que le duele mucho la herida. Lo repite varias veces, y me asusto, así que llamo a una enfermera para que le coloque un calmante. Creo que tiene un poco de fiebre, pero me han dicho que es normal después de una operación de ese calibre. Pilar entra en una especie de estado medio somnoliento, y se queja del dolor, pero también aprieta los labios a cada momento y me dice, convencida, que lo va a superar. “No me va a doler, Félix, ¿verdad?. No me va a doler...”. Las nauseas se repiten, hasta que vomita un poco de bilis y finalmente se queda dormida. Yo también me acuesto. Ha sido un día muy duro. Me pongo el pijama, apago la televisión, y me meto en la cama, con la intención de dormirme en cuanto pueda.

A eso de la una y media, más o menos, escucho que se abre la puerta de la habitación. No me cuadra mucho, porque la enfermera que pone el termómetro a las diez es la última persona que suele visitar a los enfermos. Salgo de dudas rápidamente al distinguir el uniforme verde de cirujano, arrugado y con manchas de sangre en varios lugares.

Es G.... Este hombre es incombustible. Mira la cama de Pilar, fijándose en las dos bolsas que cuelgan de los tubos de plástico. Yo no sé que hacer, si levantarme o seguir en la cama. Cuando finalmente me decido a moverme, me hace un gesto con la mano. “No, no te muevas –me dice-. Solo quiero comprobar una cosa”. Se fija en el color de la orina, y en voz baja, para no despertar a Pilar, me dice que todo está muy bien, y se va.

Si antes me quedaba alguna duda, en este momento tengo la completa seguridad de que estamos en buenas manos.

5 comentarios:

Unknown dijo...

Espero las entradas con impaciencia.
Me siento uno de esos pesados visitantes que están ahí, en la habitación, esperando tener noticias, hasta tal punto estoy metida en tu narración, que sin darme cuenta, me veo leyendo despacio y en silencio intentando no despertar a Pilar.
¡Ánimo!
Un saludo

Andres Pons dijo...

Me alegro que por lo menos esteis bien atendidos.

Anónimo dijo...

Ja, ja, ja. Que bueno, MJesús. Te imagino ahí, pegada a la pantalla, en silencio, empapándote de nuestras aventuras. La verdad es que no me esperaba que una narración tan personal y en ocasiones rutinaria pudiera despertar la impaciencia de nadie, pero desde luego, es todo un homenaje por tu parte.

Pues si, Andrés, la sensación es la de que estamos en buenas manos. Ten en cuenta que todo lo que estoy contandio sucedió hace más de un año, así que no nos ha debido de ir mal del todo. Son buena gente, no te quepa duda.

Un abrazo a los dos, y gracias por vuestros comentarios.

HijaDelAndasolo dijo...

Es que yo sí estoy enganchada...definitivamente ahora no solo vos, sino todos los que estamos siguiendo la historia, estamos "Acompañando a Pilar"

Hasta la próxima...

Juana.

Anita dijo...

Suscribo las palabras de Mº Jesús y añado que ¡de verdad! sería muy interesante recoger todas estas experiencias en un libro.
Como enferma puedo hablar de la importancia de estar y sentirse bien atendida por auténticos profesionales.
Un beso muy fuerte con todo mi cariño para los dos.