sábado, 30 de agosto de 2008

Comienza el espectáculo... One more time


Los resultados del PET están listos al día siguiente. Al mediodía, al salir del trabajo, me escapo a la clínica López Ibor a recogerlos. Hace frío, y está lloviendo. Mala señal, pienso mientras bajo del coche después de aparcarlo en la zona ajardinada de la clínica. El corazón me late deprisa cuando llamo al mismo timbre del día anterior, entrego el resguardo correspondiente, y la enfermera me entrega a su vez una bolsa bastante grande. Voy al coche, y lo primero que hago, como siempre, inocente de mi, es mirar al trasluz las placas, llenas de cuadraditos pequeños en los que se supone que están reflejadas las distintas partes del cuerpo de Pilar, cortado en lonchas por la máquina. Como es lógico, no me entero absolutamente de nada, así que abro otro sobre, en el que hay un CD y, por fin, el informe.

A medida que leo el informe me empiezo a venir abajo. El Pet refleja, sin lugar a dudas, que hay un bulto, de unos tres centímetros, en el interior del pulmón izquierdo. Esa es la parte mala. La parte medio buena es que al parecer el bulto está bastante encapsulado, recogidito y con poca actividad, y además, y en esto sí que es categórico el informe, no existe ninguna otra patología en el resto del cuerpo, lo que indica que el alien inicial ha desaparecido por completo. Entre triste, y aliviado, según lea una parte u otra del informe, llamo a Pilar, para ponerla al corriente.

- Buenas. Ya he recogido el PET.
- ¿Y que tal?.
- Bueno. No del todo bien. Resulta que te han detectado un pequeño bulto en el pulmón, de unos tres centímetros de diámetro.
- ¿Y de lo otro, que tal?.
- Nada, bien. Ha desaparecido por completo.
- Ah, pues muy bien, ¿no?. Me quito el bulto, y santas pascuas.

Acojonante. Simplemente acojonante. Es entonces cuando me doy cuenta de que mi mujer no es de este mundo. Se ha tomado la noticia con una alegría que casi da miedo, y ha conseguido que yo también me tranquilice un poco. Cuando llego a casa, está tan contenta. Ya le ha dado la noticia a sus padres, de una forma tan edulcorada que, cuando hablo con ellos, casi están contentos porque ya no tiene nada de lo otro.

Esa misma tarde, sin pérdida de tiempo, le llevamos a G..., el cirujano que operó a Pilar el año pasado, toda la parefernalia, para que nos de su opinión. Lo primero que nos dice, al leer el informe, es que el no es un cirujano torácico, que ese tipo de intervenciones las tiene que hacer otro especialista. Nos quedamos un poco desilusionados con el tema, hasta que, mientras mira una de las placas negras al trasluz, nos dice:

- Vaya. Este es el típico tumor que se le da de perlas operar a mi amigo Sa...

Pilar y yo nos miramos mientras G... sigue mirando placas y le echa un ojo al informe.

- Además está muy definido, muy encapsulado, y en un lugar que a mi, por lo menos, me parece muy sencillo de acceder. Os explico: Sa... opera con una técnica bastante nueva, pionera en España, que se llama radiofrecuencia. El asunto consiste, a grandes rasgos, en meter una aguja que tiene una punta con electrodos que forman una especie de paraguas. Esos electrodos, cuando llegan al tumor, se abren, abrazan el tumor, y lo fríen. Literalmente. La única condición que tiene que cumplir el tumor es que no sobrepase los cuatro centímetros, porque tumores más grandes no se pueden operar con este sistema.
- ¿Y resulta efectivo? –pregunto-.
- Sa... es muy joven, pero es un gran profesional. Ha formado el único equipo en Madrid que opera con este sistema, y ha salido hace poco en el dominical de un periódico de tirada nacional. El otro día precisamente me lo encontré, y cuando le felicité por el artículo, como es tan modesto, no le dio nada de importancia, pero es un gran experto. Pensad que es una técnica que viene nada menos que de la NASA.
- ¿Y cuando podemos ver a Sa...? –preguntó Pilar-.
- Dejadme si queréis el PET, porque es muy probable que yo le vea mañana o pasado, se lo enseño, y a ver que opina. Con lo que sea os llamo, o me llamáis vosotros el jueves, para ver si tenemos alguna noticia.
-¿Corremos algún riesgo si esperamos demasiado?. ¿No le dará al bulto por crecer deprisa?.
-Hombre, no creo. Por lo que pone en el PET, no parece que tenga demasiada actividad. Se debe de tratar más bien de una metástasis muy localizada del tumor que tuviste el año pasado. No, no creo que pase nada por esperar un poco a que toméis la decisión. Siempre os queda la cirugía torácica, no lo olvidemos. Solo existe un pequeño inconveniente con la radiofrecuencia.
-¿Cuál? –preguntamos Pilar y yo casi al unísono-.
-Que no lo cubre vuestra sociedad.

Ya estamos otra vez. Después del PET, resulta que esto también lo vamos a tener que pagar de nuestro bolsillo. Al principio nos acojonamos un poco tanto Pilar como yo, pero cuando nos dice el precio aproximado de la operación, comprobamos aliviados que no resulta tan caro. Viene a costar poco más o menos lo mismo que el PET, lo cual no es muy comprensible, pero los designios de la medicina son inescrutables.

Así pues, le dejamos a G... todo el informe, y salimos con la convicción de que Pilar iba a demostrar una vez más lo fashion que era, sometiéndose a una operación de última generación.

martes, 26 de agosto de 2008

Episodio dos. El PET demoledor


El último día de radioterapia nos despidió una doctora joven, guapa, extranjera, de pelo bastante largo y muy negro, que nos entregó un volante para que nos hiciéramos un PET en unos quince días. Salimos de la clínica Ruber con la intención, antes de hacer nada, de consultar con S... la necesidad o no del PET, y a la semana volvimos a la misma Clínica Ruber, a estrenar la flamante consulta que se había montado S... los viernes por la mañana. Curiosamente, Pilar ya lucía una pelambrera bastante abundante, que le había crecido muy fuerte y que no había tardado nada en teñirse de un tono castaño bastante sugerente. Hicimos lo de siempre, nos dirigimos ni cortos ni perezosos a la barrera del aparcamiento, a la espera de que el guardia nos dejara aparcar en el interior. Pilar puso sus ojillos de cordero, pero el guardia nos dijo que no se podía aparcar en el interior. Mientras salíamos del recinto, le dije a Pilar “hay que joderse. Ya no das pena”. Ante ese comentario, se echó a reír con ganas.

S... nos recibió bastante contento. Todavía no tenía despacho para su consulta, por lo que ocupaba el despacho de un director de algo, lleno de cajas y de cosas que nada tenían que ver con su especialidad. Ni la pobre M..., su enfermera, disponía de bata, y recibía a los pacientes con un jersey verde y unos vaqueros. Nada de eso desanimaba a S..., al que la clínica Ruber le viene muy bien para pasar consulta, ya que vive cerca. Cuando le enseñamos el volante que nos había dado la doctora de radioterapia, nos dijo que no, que esperásemos más de quince días, ya que los efectos de la radioterapia podían desvirtuar el resultado del PET si se hacía el mismo en tan corto espacio de tiempo. Recuerdo que el corazón me dio un vuelco cuando añadió “y ya que es una prueba tan cara, y que no cubre vuestra sociedad, no es cuestión de tener que repetirla”. Hostia, tu. Pilar y yo nos miramos y le preguntamos con toda la inocencia de la que éramos capaces “¿cómo que no la cubre la sociedad?”. Nos enseñó el folleto de Asisa en el que se especifica que no se cubre el PET, a menos que sea para seguimiento de cierto tipo de tumores, como por ejemplo el de pulmón, pero que en ningún caso se cubre para un primer diagnóstico. “Pero Pilar ya ha tenido un tumor –traté de insistir sin demasiada convicción-. Es un seguimiento”. “Si –me contestó S...-, pero de un tumor que no está en esta lista. Mira”. Miramos los dos, y en efecto, no se nombraba el leiomiosarcoma para nada. ¿Cómo se iba a nombrar un tumor que es tan raro que ni siquiera aparece en muchos de los libros que por aquel entonces me leí sobre cáncer?.

S... nos explicó que el PET era como un escáner pero más a lo bestia, y que detectaba no solo los bultos mayores de un centímetro, sino la actividad y peligrosidad que estos pudieran tener. Es una prueba que se hace con contraste y que muestra cualquier alteración que pueda sufrir el cuerpo. En Madrid lo hacían en dos o tres sitios, y nos aconsejó que tratáramos de que Asisa se hiciera cargo del tema. Para darnos un balón de oxígeno, nos señaló que lo más sensato era que nos hiciéramos la prueba después de Navidades, ya que para esa fecha se habría asentado completamente el organismo de Pilar tras los tratamientos de quimioterapia y de radioterapia a que había sido sometida.

Así pues, pasamos unas navidades tranquilas, en familia, viendo escaparates, atiforrándonos de comida y bebida, y soportando atascos, como todo el mundo. Prácticamente al día siguiente de comernos el último trozo de roscón, llamamos a la Clínica López Ibor, y nos dieron cita para el 14 de Enero de 2008.

Recuerdo que aquel lunes hacía bastante frío. Nos presentamos en la Clínica después de caracolear bastante por el barrio del Pilar. La Clínica está situada en una zona bastante tranquila, y tiene una superficie de aparcamiento ajardinada y llena de árboles. El ala en la que hacen los PET no está en la misma Clínica, sino en un lateral de la misma al que se accede de forma independiente. Cuando llegamos no había nadie. Por no haber, no había ni mostrador. Llamamos a un timbre que había junto a una puerta cerrada a cal y canto, y al rato salió una enfermera y un hombre que debía ser el administrador, porque enseguida nos sugirió que reclamáramos a Asisa con la factura que nos iba a dar, y que le aconsejaba lo mismo a todo el mundo.
Cuando después de casi una hora volvió a entrar Pilar para que le inyectaran el contraste necesario para el PET, salió también inmediatamente una enfermera para decirnos que la máquina se había estropeado, y que estaban esperando al técnico. Al parecer, según me contó Pilar, la máquina se había estropeado con un señor dentro, que tuvo que esperar varias horas a que llegara el mecánico. Cosas de los artilugios modernos, que a veces te la juegan. El caso es que, después de casi cuatro horas, y de haberme leído toda la colección de revistas que tenían allí (un montón de revistas de los temas más variados, que todo hay que decirlo), salió la buena de Pilar con su prueba hecha, y un justificante que valía para recoger los resultados al día siguiente. En el transcurso de ese tiempo, en la sala de espera se había sentado a mi lado un señor, que acompañaba a una monja que se iba a hacer la prueba. Mientras esperaba, abrió un libro en el que había escritos pentagramas de salmos religiosos, y mientras los leía movía lentamente las manos como si estuviera dirigiendo una orquesta. Cuando salió Pilar, me despedí de el deseando que la espera fuera corta, y nos fuimos a casa.

viernes, 22 de agosto de 2008

Fin de la primera parte


Las sesiones de radioterapia se desarrollaron durante los meses de septiembre, octubre y los primeros días de noviembre de 2007. Las veinte sesiones iniciales se convirtieron finalmente en nueve más. Las lógicas interrupciones producidas por desajustes en la máquina, por mal funcionamiento o por una irritación que sufrió Pilar hacia la mitad el proceso, hicieron que aquello, a pesar de que las sesiones eran diarias, se prolongara más de la cuenta.

Con la radioterapia nos anclamos profundamente en la rutina. Recogía a Pilar al salir del trabajo, nos dirigíamos al Ruber a eso de las siete y media, le poníamos carita de pena al vigilante del parking para que nos dejara aparcar en la zona vip (ninguno de los tres vigilantes que conocimos nos negó jamás la entrada), y a esperar la sesión. El único cambio se producía los viernes, día en que la sesión era de braquiterapia. Pilar prefirió que le dieran esta sesión por la mañana, y cogía un autobús cerca de casa que la dejaba en la misma puerta de la Ruber. Aquello era una muestra más de que por aquel entonces, después de haber finalizado las sesiones de quimio, se encontraba perfectamente, ya que la radio no le produjo síntomas en ningún momento, salvo aquella irritación que ya he comentado.

Dicen que el roce hace el cariño, y en el caso de las sesiones de radioterapia de la Ruber, esa frase es todo un dogma de fe, porque siempre coincidíamos, prácticamente día a día, las mismas parejas. Si alguna vez se había retrasado la sesión, los que se la daban antes que nosotros todavía estaban allí, y los que se la daban después llegaban antes de que nos la dieran a nosotros, así que en unos pocos días ya nos conocíamos casi todos los que estábamos allí. Las que se trataban (normalmente mujeres) se distinguían por sus pañuelos o sus pelucas en la cabeza, aunque a un par de ellas no les importaba en absoluto mostrar su pelo corto o casi inexistente. El estado de salud de casi todas era muy bueno, hasta el punto de que empezábamos a contar chistes o anécdotas relacionadas con las sesiones, y no parábamos. Pilar y yo recordamos especialmente a varias personas que coincidieron con nosotros en aquellos meses y en las mismas circunstancias. Había una pareja que vivía en Matalpino, y que venía todos los días desde allí. Recuerdo una ocasión en la que hablaba con el marido, un hombre muy amable con melenita de heavy, y resultó que el hombre tardaba menos desde Matalpino en llegar a la clínica que yo desde nuestro barrio. Enigmas de los atascos en la M-40 a esa hora de la tarde, sin duda. Su mujer, que era precisamente una de las que lucía con orgullo su escasa pelambrera, entraba con una alegría a las sesiones digna de envidia, y salía también riendo. A veces se quedaban un rato más, contando chistes o hablando con alguien. formaban una pareja encantadora.

Como lo era también, sin ninguna duda, una pareja que vivía en Alcorcón, y a la que la noticia del cáncer que sufría la mujer les había pillado en plena reforma de la casa. El marido me contaba que se les había venido el mundo encima, pero que ya se habían adaptado perfectamente a la nueva situación y lo estaban superando perfectamente. Recuerdo con especial cariño a este hombre, muy tímido al principio y muy cordial a medida que avanzábamos en nuestra relación. Una vez me sinceré con el, le conté mis impresiones sobre lo que le estaba ocurriendo a Pilar, mis miedos, mis pesadillas y mis alegrías, y me confesó que a el le había ocurrido exactamente lo mismo, con las mismas sensaciones de impotencia y de fortaleza que se suelen sentir en cada uno de los procesos que se siguen en este tipo de enfermedad. Recuerdo también a su mujer, de voz muy dulce, que me preguntaba por Pilar cuando llegaba a la sala de espera y mi mujer ya había entrado, y que cuando salía Pilar de la sesión, se sentaba a su lado para hablar de bolsos, de pañuelos o de cualquier otra cosa que les viniera a la cabeza.

Hacia la mitad de las sesiones llegó otra pareja en la que el afectado era el. Se le notaba en la cara que llevaba ya bastantes tiros pegados con el cáncer, ligeramente demacrada, pero con una fuerza vital impresionante. La quimioterapia no le había hecho mucho efecto debido a que tenía unas defensas tan fuertes que literalmente “se comían el tratamiento”, según sus propias palabras. Era un incombustible contador de chistes, con un gran sentido del humor. Acabó antes que nosotros, por lo que dedujimos que sus sesiones serían de otra naturaleza más suave que las que le estaban dando a Pilar.

Los jueves, desde el primero, ocurría un suceso curioso. Frente a la zona de espera para las sesiones, había una puerta de madera que permanecía siempre cerrada, excepto los jueves por la tarde. La primera vez vimos que un médico bastante mayor, de aspecto decrépito y dientes “como de conejo”, según dijo Pilar, abría la puerta, dejaba en el interior de la consulta unos papeles, salía a la zona y decía “Pilar”. Ligeramente extrañados, nos identificamos levantando la mano, y el bueno del doctor nos dijo, con una vocecilla a la que le parecía costar trabajo salir del cuerpo “después de la sesión te veo”. Nos miramos extrañados, y nos quedamos más extrañados todavía cuando, apenas cinco minutos después, volvió a asomarse a la zona de espera, volvió a decir “Pilar”, y cuando Pilar levantó la mano, volvió a decir “después de la sesión, te veo. ¡A aquel buen hombre se le había olvidado que ya nos había avisado!. La consulta con aquel médico consistía básicamente en que hacía una marca en el papel a la sesión correspondiente, miraba a Pilar por sus zonas bajas, nos vacilaba un poco con su número de socio del Real Madrid (uno de los primeros), nos contaba un par de chistes malos que solo entendía el, nombraba a Pilar de mil maneras diferentes (Pilar, Pilarita, Pilara, Pilarín...), y nos despedía hasta el próximo jueves. Uno de los mayores sustos de nuestra vida nos lo pegó este hombre cuando nos dijo que alguien había escrito en el papel correspondiente a Pilar que a lo mejor era precisa una pasada con el Cyberknife. Ante mi alarma, más que nada por los 12.000 euros que costaba la sesión en la maquinita, no se le ocurrió otra cosa que contarme uno de sus chistecitos, que no me hizo ninguna gracia. Por suerte, se trataba al parecer de un error, porque cuando acabamos las sesiones no nos mencionaron el asunto del cyberknife para nada. Con el tiempo llegamos a la conclusión de que la única misión de este hombre consistía en detectar posibles quemaduras producidas por la máquina e interrumpir el tratamiento durante unos días, como ocurrió con Pilar cuando detectó la pequeña irritación en sus ingles. Le recetó una pomada, le contó un chiste, y hala, a correr hasta el próximo jueves.

Sin ninguna duda, el personaje más curioso que conocimos en aquellas sesiones de radioterapia, era una mujer mayor, bastante gruesa, de pelo muy corto blanco, gruesas gafas de cuello de botella y una voz muy profunda, que me recordaba a la de algunos travestís famosos, como ese de los labios gruesos cuyo nombre no recuerdo. La buena mujer recorría cada día más de medio Madrid para llegar a la clínica en taxi, y no solo eso, sino que le obligaba al taxi a esperarla. Una fortuna, vaya. Iba cargada de joyas y de anillos bastante raros. Una curiosidad, ya que sabía de sobra que la iban a obligar a despojarse de todo nada más entrar a la sala de radioterapia. Era infinitamente distraída, hasta el punto de preguntarse, siempre en voz alta, donde había podido olvidársele el bolso, cuando lo tenía cogido entre las manos. En otra ocasión, juraba y perjuraba que el taxista le había robado los quinientos euros que llevaba en el bolso. El caso es que cuando llegaba ella se hacía el silencio, entre otras cosas porque la buena mujer no paraba de hablar. Se quejaba de sus innumerables dolores, de la cabeza, que la tenía “ida”, según decía ella, y de la cantidad de pasta que le costaba llegar ahí todos los días, lo que le producía taquicardia y ansiedad. Una tarde se quejó de que había perdido un amuleto auténtico, y no paró hasta que los radiólogos salieron a las cabinas y comprobaron que no se le había caido al desnudarse el día anterior. Nos contó entonces que era sanadora, pero sanadora de verdad, por la santería cubana, y que estaba así precisamente porque había ido absorbiendo los males de todos sus pacientes. En fin...

Después de las veinte sesiones, nos recetaron un PET, y cuando hablamos con S, nos dijo que esperáramos hasta después de navidades, allá por Enero, y que la primera parte había finalizado por fin.

jueves, 14 de agosto de 2008

Un "alien" en apuros


Acudimos a la sección de radioterapia de la Ruber Internacional un viernes de septiembre cuya fecha exacta no recuerdo. Lo primero que nos impresionó fue la arquitectura de la clínica, con mármol en todos los mostradores, amplios pasillos, falsos techos completamente nuevos, y un olor a obra nueva que echaba para atrás. Bajamos al sótano menos dos. Ya estamos acostumbrados a eso. La radioterapia, la quimioterapia y otros tratamientos relacionados con el cáncer, suelen estar en los sótanos de las clínicas donde se ubican. Seguramente será por las potentes máquinas que se utilizan en radioterapia, sobre todo en la Ruber, pero cualquiera podría pensar también (y así nos lo insinuó una vez una paciente) que de lo que se trata es de llevarse a los pacientes de esos tratamientos a una zona más discreta del hospital. El pensamiento es libre, aunque yo prefiero quedarme con la explicación que nos dieron una vez, y es que las máquinas utilizadas deben estar en una zona más cerrada por la potencia de las radiaciones que emiten.

La chica del mostrador de radiotarepia nos dice que si queremos hablar con el dr A..., el jefe del departamento, tenemos que esperar varias horas, ya que tiene unos pacientes que le van a ocupar buena parte de la mañana. O eso, o esperar al jueves siguiente, si es que queremos hablar con el. Ya que estamos ahí, decidimos esperar, por lo que tenemos bastante tiempo para caracolear por las instalaciones. Los pasillos están llenos de cuadros en los que se anuncia el famoso “Cyberknife”, el cibercuchillo, traducido al castellano, la máquina a la que se refería S... cuando decía que la íbamos a probar. Es exclusiva de la Ruber en España, y ya me he estado informando en Internet. Lo que hace esta máquina es dirigir un chorro de radiación, de una potencia mucho mayor que el convencional, y además concentrado en un haz de muy poco diámetro, contra el tumor que se vaya a tratar. Una de las innovaciones técnicas que contiene es que la máquina detecta mediante un programa informático la respiración del paciente y se adapta a ella, consiguiendo con ello que el haz de radiación resulte efectivo al cien por cien.

Después de esperar durante más de dos horas, nos recibe por fin el doctor A..., un médico más o menos joven, bastante más serio que S... o G..., que se ha saltado su hora de comida para atendernos. Revisa los informes con cuidado, nos somete a la batería de preguntas de rigor, nos dibuja de nuevo el famoso circulito con la familia de los sarcomas y el leiomiosarcoma dentro de el, como un granito, para que no nos quede ninguna duda, una vez más, de la rareza que supone tener un cáncer así. “Es que yo soy fashion hasta para eso –dice Pilar-. Un tumor exclusivo, como yo”. Le decimos que estamos deseando estrenar el famoso “Cyberknife”, del que S... nos ha dicho que es la bomba, y nos quita la ilusión de la cabeza diciéndonos, por un lado, que esa máquina no está indicada para el tipo de tumor que tiene (o tenía, más bien) Pilar, y por otro lado, que nuestra sociedad no lo cubre, y que cada sesión sale por unos doce mil euros. No le debe quedar ninguna duda, ante la cara que ponemos cuando nos dice el precio, porque rápidamente aclara “no obstante, la Ruber está negociando con las compañías, y es muy posible que cuando empiece Pilar las sesiones ya se haya llegado a un acuerdo, si es que estuviese indicado en su caso este tipo de tratamiento”. Creo que esa fue la primera, y más dolorosa ocasión, en que tomamos conciencia de que la salud, en definitiva, no supone más que un negocio para muchas compañías, y que cuanto más grave sea la enfermedad que uno tenga, más negocio se puede montar a su alrededor. No nos cabía en la cabeza por aquel entonces, ilusos de nosotros, que no hubiera nadie que cubriera la famosa maquinita. En Internet salen unas fotos preciosas de la presidenta de la Comunidad de Madrid en la inauguración de las “nuevas instalaciones” de la clínica Ruber, pero leyendo la letra pequeña se entera uno de que el cyberknife, precisamente, no lo cubre tampoco la Seguridad Social.

En fin, que resignados a que no vamos a ver la famosa máquina más que en los cuadros que adornan los pasillos de la clínica, seguimos hablando con el doctor A... Nos dice que S... es muy optimista, que siete de cada diez tumores de ese tipo “recidivan” (se reproducen) si el paciente no se somete a sesiones de radioterapia, y que tres de cada diez se reproducen incluso con ella. “Es que S... siempre ha sido muy optimista”. Salimos de la consulta un poco mosqueados, con la sensación de ser unos pobretones y de que las cosas no son tan idílicas como nos las ha pintado el bueno de S.... El doctor A... nos ha dicho que nos hagamos un TAC de la zona pélvica para fijar los parámetros de las sesiones.

La semana siguiente le hacen a Pilar el TAC, y después de verlo, el doctor A nos recibe de nuevo, al viernes siguiente, y nos dice que en principio le van a dar veinte sesiones de radioterapia y cuatro sesiones de braquiterapia. Ante esta nueva palabreja, y al ver que Pilar y yo nos miramos con cara de póker, nos explica que la braquiterapia consiste, en el caso de Pilar, en darle una sesión especial, con un cilindro especial que se introduce por la vagina, y que emite radiaciones, para asegurar que toda la zona se queda tratada. Empezamos el mismo lunes, y para ello tenemos que pedir hora a la chica del mostrador. Las sesiones se las darán a las ocho de la tarde, excepto la primera, en la que le tienen que colocar los marcadores, que se la darán el lunes por la mañana.

El lunes nos presentamos en la Ruber. Después de un rato en la sala de espera, sale una doctora y le dice a Pilar que entre por una de las dos puertas que dan a la sala, y que deje ropa y objetos metálicos en la taquilla. Le pregunto cuanto van a tardar, y me dice que, al ser la primera vez, se le va a ir más o menos una hora. Para esas fechas, a Pilar se le había distendido la cicatriz que le hizo G... cuando la operó en La Paloma. El estómago se le iba saliendo para afuera cada vez un poco más, hasta adoptar la forma de un balón de rugby, como si estuviera embarazada de un bebé bastante pequeño. Nos dio por llamarle al abultamiento “El alien”, y no le habíamos dado demasiada importancia al asunto hasta que Pilar se tumbó en la mesa de la radioterapia. “El alien” parecía tener vida propia, y se movía de un lado a otro mientras le daban la sesión. Al final, al parecer, encontró una postura bastante cómoda, gracias en parte a la enfermera que estuvo con ella casi en todo momento. Durante el tiempo en que Pilar permanece dentro, yo elucubro con el sentido de ls dos cabinas, hasta que me doy cuenta de que sirven para no perder tiempo. Poco antes de que acabe Pilar, llaman al siguiente paciente, que entra en la cabina que Pilar ha dejado libre. Una buena idea, no cabe duda.

Pilar sale por fin, después de un buen rato. En el intermedio, la máquina se ha estropeado y ha tenido que venir un mecánico a arreglarla, dilatando más la espera. Pilar se queja de que la han puesto en una postura bastante forzada, y que le duelen todos los músculos. Le han hecho unos curiosos pinchazos, en el cruce de varias líneas azules que le han trazado en la piel. Los pinchazos delimitan la zona a radiar. Se encuentra bien, no tiene ningún síntoma, pero esa tarde se siente un poco revuelta, por la postura que ha tenido durante tanto tiempo, y supongo que un poco también por los nervios de la nueva situación.

Así fue como empezó esa nueva etapa, esa nueva batalla que estábamos librando contra el tumor. Poco a poco, porque como muy bien dice Maria del Mar Rodríguez, “Lamari”, la cantante de Chambao, que como todos sabéis también pasó por el calvario de la cirugía, la quimioterapia y todas esas cosillas,

poquito a poco entendiendo

que no vale la pena andar por andar

que es mejor caminá pa ir creciendo

lunes, 11 de agosto de 2008

La luz al final del túnel


Como uno de los síntomas más curiosos de la quimioterapia a la que sometieron el año pasado a Pilar, puedo destacar que el agua le “sabía a metal”, según sus propias palabras, o que algunos alimentos le sabían también metálicos. En un libro leí que era normal, así que nos quedamos los dos tan tranquilos.

A medida que se iba haciendo amiga de todos los que acudían a quimioterapia, se enteraba de casos, de tratamientos, de cosas que debía tomar y la podían ayudar a soportarlo mejor (aparte de los líquidos, que es una norma general), como zumos, frutos secos, etc. Cada martes llegaba a casa a eso de las cuatro, y lo primero que hacía era llamarme a Murcia para contarme que le había ido muy bien.

El doctor S... nos había predispuesto a estar con la quimio unos doce ciclos, compuestos de dos sesiones cada uno, cada dos semanas, es decir, que nos íbamos a más allá de enero del año siguiente.

El 23 de Junio me incorporo a mi nuevo trabajo en Madrid, y abandono para siempre una situación que para un amigo nuestro era la perfecta para una familia: separados durante los días laborables de la semana, y juntos durante el fin de semana. El mejor método, decía el, para soportar la convivencia. Recuerdo que Pilar y yo nos reíamos cuando decía eso, pero lo cierto es que a las tres semanas de estar aquí, notaba que se había esfumado una buena dosis de la independencia que tenía en Murcia entre semana, y a Pilar le ocurría lo mismo. Por supuesto que compensaba el hecho de estar con mi familia, y sobre todo los domingos por la tarde, cuando me hacía el hatillo y salía a coger el tren. Quitando esos momentos más o menos duros, lo cierto es que resultaba más tranquilo y mucho menos estresante trabajar en Murcia que en Madrid, una ciudad que se ha vuelto agresiva en muchos aspectos, entre los que se encuentra por supuesto el trabajo diario. A veces recuerdo lo que me dijo una vez en Murcia una empleada de un banco: “A Murcia viene uno llorando y se va llorando”. Nunca una frase ha definido con tanta exactitud la sensación que mantuve durante los cuatro años que permanecí allí.

El caso es que las sesiones de quimio siguieron durante el verano, con una pausa que nos proporcionó el doctor S..., durante una semana, para que nos fuéramos de vacaciones. S... nos habla bastante de muchos colegas suyos, que piensan que la quimio debe administrarse con una precisión milimétrica, tanto en lo que se refiere a las dosis como en lo referente a los días que tienen que pasar entre sesión y sesión. “Vosotros no sois relojes –le decía a Pilar-, y no ocurre nada por bajar un poco la sesión en un determinado ciclo, o esperar un par de días, o incluso más, para suministrarla”. Así que nos fuimos, a finales de Julio, una semanita al sur de Francia, a Carcasona, Toulouse, y alrededores. Pilar aguantó la tourné como una campeona, y lo único que le ocurría era que se cansaba un poco, pero muy poco antes que todos los demás. Lo pasamos de vicio, y ni siquiera nos acordamos ni de S..., ni del taxotere ni, mucho menos, del puñetero leiomiosarcoma.

Todo aquello me pareció muy buena señal. La idea era darse una tanda más, al martes siguiente de regresar de vacaciones, y después hacerse un TAC para seguimiento, para retomar las sesiones en septiembre. Recuerdo que en alguna ocasión, al verla tan campante y tan alegre, le comenté la posibilidad de que ya se hubiera recuperado del todo, y ella me miraba con unos ojillos ilusionados para decirme “no eches las campanas al vuelo”. El caso es que pasó la sesión del martes, llevamos los análisis a S..., que eran correctos, y este extendió el volante para el TAC. Se lo hizo a la semana siguiente, y cuando se lo llevamos a S..., este lo miró, lo remiró, le dio la vuelta, lo levantó, lo bajó, y al final, después de que a nosotros estaba a punto de darnos un infarto, dijo una frase que pasará a la historia de la familia: “Pilaritaaaaa, no tienes nada”. Y repitió otra vez, por si acaso no le habíamos escuchado con la suficiente claridad. “No tienes nada. Estás limpia”. No nos lo podíamos creer. El leiomiosarcoma había desaparecido del todo, o lo poco que quedaba de el, porque siempre he sospechado que gracias a la magnífica operación que había hecho G..., y así nos lo confirmó después S..., del leiomiosarcoma había quedado bien poco.

El caso es que habíamos acabado por el momento con las sesiones de quimioterapia. Habíamos contado con que íbamos a estar hasta después de navidades, y el bueno de S... nos dio una de las mayores alegrías que habíamos recibido no ya en los últimos meses, sino en toda nuestra vida. “Hay que ser previsores”, nos dijo después de las manifestaciones de alegría. “Me voy a estudiar el caso por si resultaran recomendables unas cuantas sesiones de radioterapia, y la próxima semana os veo otra vez”.

Y así acabó una de las consultas más felices que hemos tenido con el bueno de S... Le dimos la noticia a todo el mundo, y aquel domingo, o un par de domingos más tarde, no lo recuerdo bien, invitamos a toda la familia a comer para celebrar la buena noticia.

A la semana volvimos a la consulta de S... nos cogió las manos, le dio un beso a Pilar, y le dijo la que se había convertido en su nueva coletilla: “Pilaritaaaa...Que bien te veo, bonita”. Nos dijo que sí, que se quedaba más tranquilo si a Pilar le hacían unas cuantas sesiones de radioterapia, que la radioterapia era como una especie de caballo de Atila, que por donde pasa no vuelve a crecer nada, y nos dijo además que se las iban a hacer en el Ruber Internacional, que el conocía al jefe de sección, y que además, “así pruebas la máquina nueva que se han comprado, que es una auténtica maravilla”. S... nos explicó que la radioterapia no suele provocar síntomas, a menos que se tenga que dar en zonas cercanas al intestino, que es cuando puede provocar en algunos pacientes diarreas o vómitos, pero en el caso de Pilar, como se trataba de la zona abdominal en su parte baja, no se iba a ver afectada la zona intestinal, por lo que no era probable que sufriera nada. Nos explicó también que la radioterapia se establece mediante una dosis, que se divide en tantas sesiones como sean necesarias hasta alcanzar la dosis prescrita. Que las sesiones duraban pocos minutos, y que eran diarias. Y poco más. S... se despidió de nosotros, nos dio un volante para la Clínica Ruber, volvió a darle otro entrañable beso a Pilar (S...puede ser muy duro cuando habla de su especialidad o de sus colegas, y muy humano cuando habla de sus pacientes) y adiós, muy buenas.

El primer día que fuimos a la Ruber Internacional era un viernes por la mañana, y hacía bastante frío. Estábamos ya bastante metidos en septiembre. Al llegar al parking, el vigilante de seguridad vino hacia nosotros. Al parecer, los vehículos particulares no deben dejar los coches en el parking, que es de superficie y no tiene ni máquina de tickets ni nada que se le parezca. El hombre creo que venía dispuesto a que diéramos media vuelta, pero al ver a Pilar, con su pañuelito en la cabeza y su carita de ángel, y a mi, que le dije de una forma entrañable “vamos a radioterapia”, se conoce que al hombre, que es cubano y muy buena persona, le dio algo de pena y nos dejó entrar. Después, durante la rutina diaria de la radioterapia, este buen hombre me dejaba pasar aunque no hubiera sitio, obligándome a veces a hacer verdaderas piruetas circenses con el coche para dejar paso a quien pudiera venir por detrás.

Entramos así por primera vez en el recinto de la famosa clínica Ruber Internacional. Pero esa, amigos, es otra entrada.

jueves, 7 de agosto de 2008

Un pequeño inciso filosófico


Cuando comenzamos con la rutina de la quimioterapia, me dediqué más plenamente a mi trabajo en Murcia. Rápidamente montamos un operativo que funcionó a la perfección desde el primer día. Su padre llevaba a Pilar los martes por la mañana, y mi hermana la recogía al terminar, para llevarla de regreso a casa, a eso de las cuatro de la tarde. A la semana siguiente, la del análisis y consulta, yo regresaba de Murcia los jueves por la tarde para visitar juntos al oncólogo. El caso es que solamente faltaba al trabajo los viernes por la mañana cada quince días, lo que por otro lado suponía estar durante más tiempo alejado de la familia. Pilar tenía cada vez menos molestias después de las sesiones, y llegó un momento en que ni siquiera el cuarto día, el más fatídico, sentía molestia alguna.

Durante el tiempo que pasé en Murcia hasta finales de Junio, en que gracias a una eficaz y admirable gestión de mi empresa fui trasladado a Madrid, hablaba con mis compañeros de trabajo y con otras muchas personas sobre el asunto, que ya era público, y me quedé sorprendido de la gran incidencia que el cáncer tiene sobre la vida de muchas personas. No había prácticamente nadie que no conociera a alguien que tuvo un tumor parecido, o un cáncer de mama, o cualquier otro tipo de manifestación de la enfermedad. Achaqué esa especie de riada de enfermos de cáncer a mi más alta sensibilidad sobre el tema después de que le ocurriera a Pilar. Suele ocurrir. Hay un refrán que dice “nos acordamos de Santa Bárbara cuando truena”. Hasta entonces, ningún miembro de mi familia había sufrido la enfermedad, y simplemente, me parecía algo muy lejano. En estos momentos, escuchaba con auténtica pasión los casos que me contaban. Recuerdo que la mayoría de las personas con las que hablé en aquel momento me relataban historias en las que el paciente se había recuperado por completo después de una operación, unas cuantas sesiones de quimio y alguna que otra de radio. Todos coincidían, sobre todo los jóvenes, pero también alguna que otra persona mayor, en que hoy en día se han conseguido grandes avances en el terreno del cáncer, y sobre todo en lo que se refiere a la quimioterapia y la atenuación de sus efectos secundarios, que al parecer antes eran terribles. Todos trataban de animarme, y desde luego lo conseguían. Recordaba, y lo que es más extraño, recuerdo todavía, cada frase, cada recuerdo, cada anécdota que me contaban los que me hablaban del tema. Precisamente en aquella época, a uno de los compañeros que trabajaban conmigo, D..., le tuvieron que dar unas cuantas sesiones de quimio porque le salió un pequeño bulto maligno en la ingle. Cada vez que me veía me preguntaba por Pilar. “¿Ya se le ha caído el pelo?”. “Si, si, ya estamos en ello”, le contestaba yo. Con respecto al pelo de Pilar, y a modo de inciso, comentaros que, cuando se le empezó a caer, a grandes mechones, mi hijo Sergio y yo jugábamos, con su consentimiento, a ver quien le arrancaba el mechón más grande. Hasta ese punto le importaba a la puñetera Pilar que se le cayera el pelo, para que os hagáis una idea.

Mis noches en Murcia, prácticamente de insomnio, las llenaba leyendo todo tipo de artículos y libros sobre cáncer. Había abandonado la costumbre de teclear en el Google “leiomiosarcoma”, entre otras razones porque lo que leía no resultaba casi nunca alentador, y sobre todo porque, cuando se lo dije al oncólogo, me dijo que no era buena idea buscar en Internet, que era mejor leer libros o artículos que tratasen el tema de una forma menos aséptica que los artículos que se cuelgan en Internet, muchas veces demasiado técnicos y más destinados a médicos que a pacientes. El libro que más me marcó, sin ninguna duda, fue uno que escribió Javier Mahillo, “Vivir con cáncer”, que estaba escrito de modo muy ameno, muy humano, tipo memorias, y reflejaba lo que había vivido en su enfermedad desde el principio. Recuerdo que lo leí prácticamente de un tirón, porque me encantaba la forma en que estaba escrito. El libro finalizaba diciendo, como epílogo, que Javier Mahillo, un profesor de filosofía pamplonés afincado en Mallorca, casado y con cuatro hijos pequeños, que había participado, incluso durante su larga enfermedad, en varios programas y debates de televisión (“Crónicas marcianas”, entre otros), seguía recibiendo tratamiento y luchando por salir adelante en su enfermedad. Recuerdo que me impresionó mucho del libro el fuerte carácter religioso de Javier y sus convicciones en ese sentido. El caso es que ya lo había metido en la bolsa “de los viernes” para llevárselo a Pilar, cuando se me ocurrió, ese mismo viernes, meterme en Internet para enterarme de algo más sobre Javier Mahillo.

En Internet descubrí, como un mazazo, que Javier Mahillo había muerto en Diciembre de 2001, a causa del cáncer que había sufrido. No me pareció tan buena idea que Pilar leyera el libro para enterarse después que Javier había muerto.

Una de las cosas que más me impresionaron de la entrevista que le habían hecho antes de su muerte, era su resignación ante el hecho, su tremenda fortaleza y una vitalidad que le había permitido, dos semanas antes del fatal desenlace, conceder una entrevista digna de pasar a los anales, y que os invito a leer en la dirección

http://www.fluvium.org/textos/dolor/dol07.htm.

Otra de las cosas en las que me dio por pensar al leer la entrevista, y ver a Javier tan convencido de la existencia de la otra vida, fue que, en cierto modo, los que no tienen dudas en ese sentido son más felices, ya que afrontan la muerte como un estado intermedio. Es posible que los que tenemos un mar de dudas, como es el caso de Pilar y mío, nos aferremos más a este mundo, pensando que, posiblemente, lo que haya más allá sea solo oscuridad, o por si acaso.

Una de las preguntas que le hace el entrevistador se refería a si no le gustaría pedirle A Dios unos cuantos añitos más en la Tierra, teniendo en cuenta sobre todo sus circunstancias familiares y sus aficiones, a lo que Javier Mahillo responde que estaba resignado a la voluntad de Dios. En este sentido, también he pensado muchas veces que a Dios, si es que existe, hay que hacerle currar, no resignarse a su voluntad. He hablado hace poco con un compañero, gran creyente, y su idea es similar a la mía. Me comentó que, en una ocasión, un sacerdote amigo suyo le dijo que “A Dios hay que exigirle que nos ayude, que para eso está. Hay que darle el coñazo, hacer que vuelva la vista hacia lo que nos rodea, hacia la familia que dejamos, etc, para que nos eche una mano”. Yo me quedaría desde luego con esa idea si fuera creyente a rajatabla, pero tampoco eso lo tenemos nada claro. Ni que decir tiene que en esa época me metí un par de veces en una iglesia a rezar, por si acaso, pero las dudas las sigo teniendo, y eso no hay quien me lo quite.

Creo sinceramente que lo que realmente puede curar en un caso como este es la fe. Pero la fe, a secas. No la fe cristiana, ni la fe en sanadores, ni la fe en medicamentos o bebedizos milagrosos, sino la fe en la propia curación. Otro compañero se curó un cáncer de próstata bastante avanzado a base de grandes cantidades de vitamina C. El oncólogo nos contó el caso de una paciente que se había curado bebiendo limaduras de hierro que al parecer le había recetado un curandero. No creo que ninguno de estos métodos cure por sí solo, pero sí creo que cure la fe que tiene el paciente en ellos.

Es la fe en la propia curación lo que nos puede acabar curando, independientemente de las creencias de cada uno. Pilar y yo podemos dudar en muchos aspectos religiosos y filosóficos, pero tenemos una fe inquebrantable en la curación, ya sea por el amor a la vida que tenemos, por el motor que indudablemente supone nuestro hijo Sergio, o simplemente porque Si hay otras personas que se han curado, también nosotros podemos. Hemos elegido el camino de la medicina tradicional, con sus operaciones quirúrgicas, sus sesiones de quimioterapia, de radioterapia y de lo que venga, porque de momento nos está funcionando bastante bien, y no indagamos de momento sobre soluciones milagrosas que no estén avaladas por un elevado porcentaje de curaciones. Por ahora tiramos tiramos de lo que hay y de nuestra inquebrantable fe en la curación, que se tambalea a veces en los momentos duros, pero que vuelve siempre, como un vendaval, ante la mirada o la sonrisa de Sergio, de nuestros parientes o de nuestros amigos.

Creo que en esta entrada me he ido un poco por la tangente, pero me apetecía contaros las impresiones que tenía en aquellos momentos en los que, finalmente, parecía empezar a verse la luz al final del túnel.

lunes, 4 de agosto de 2008

Quimio, sweet quimio


El mismo jueves 19 de Abril por la tarde volvimos a visitar al doctor S..., después de los análisis y de un par de días de lágrimas y suspiros varios. La segunda visita, como suele suceder con casi todo, no resultó ni mucho menos tan trágica como la primera. Más o menos sabíamos ya a lo que nos estábamos enfrentado, y S..., en su infinita bondad, nos dulcificó bastante el asunto diciéndonos que la quimioterapia no es hoy ni mucho menos lo que era hace tan solo seis o siete años, que va evolucionando día tras día, y que los efectos secundarios no son los de antes.

Después de revisar los análisis, y de haber estudiado en profundidad y de una forma personalizada el caso de Pilar en particular, y sus posibles consecuencias para esa uretra que no terminaba de ponerse en su sitio, S... se decidió por un tratamiento, a realizar cada quince días en el hospital de día de la Clínica Moncloa, consistente en la administración de 8 mgr de Zofrán, seguidos de otros 8 mgr de Fortecortín, como aperitivo. De plato principal, 65 mgr de Taxotere, y de segundo plato, 2500 mgr de Gemcitabina. Como postre, para subir sobre todo un poco el hematocrito, que lo tenía algo bajo, Venofer en vena, hierro puro para la sangre. Una duración total de unas seis horas entre unas cosas y otras. S... nos dice que con este tratamiento existen unas posibilidades de curación de más del noventa por ciento, siempre, claro está, que Pilar lo tolere bien. El procedimiento es sencillo: la secretaria del doctor S... envía un fax a la Clínica Moncloa para que preparen el tratamiento, y para el martes 24 de Abril, la fecha indicada, estará todo a punto. Después, S... nos entrega todo un catálogo de posibilidades de efectos secundarios y su tratamiento, si es que se producen. La lista parece un vademécum de medicina en su integridad: diarreas, estreñimientos, vómitos, fiebre, llagas en la boca, molestias oculares, ansiedad, taquicardias. S... intenta tranquilizarnos, y nos dice que no se suelen producir nunca estas cosas, y sobre todo nunca todas a la vez, pero que es su obligación entregar el papel, por si acaso. También nos dice que es casi seguro que Pilar perderá el pelo en su totalidad después de la segunda o la tercera sesión, y que la forma de perderlo será muy aparatosa, con grandes mechones desprendidos de forma irregular durante la noche. Lo mejor que se puede hacer, nos aconseja, es cortarlo del todo en cuanto se empiece a caer. La verdad es que a Pilar lo que menos le importa es lo del pelo. Le trae completamente al pairo, vaya. La mujer tiene el santo cuajo de meterse en el Corte Inglés nada más terminar la consulta, para comprarse toda una colección de pañuelos de diferentes colores.

El martes 24 de Abril nos presentamos a la primera sesión de quimio, a primera hora de la mañana. Ni que decir tiene que Pilar está bastante más tranquila que yo. El hospital de día de la Clínica Moncloa para tratamientos de quimioterapia es una gran sala llena de sillones, bastante cómodos, en los que se sientan los enfermos a tratar para recibir sus dosis. Las enfermeras tienen cara de estar curtidas en cien batallas, y acogen a Pilar con gran afecto y cariño desde el primer momento. Al principio me quedo con ella, pero después, viendo que los demás pacientes no tienen a ningún acompañante al lado, me salgo, con la intención de entrar más o menos cada hora. He decidido quedarme con Pilar en esta primera sesión, más que nada por el asunto de la incertidumbre, pero viendo lo tranquila que está, estoy seguro de que en la siguiente me envía a Murcia sin ninguna compasión.

Después de un rato vuelvo a sentarme un rato con ella y a dejarle las revistas que me ha pedido que le comprara. Uno de los pacientes está comiéndose tranquilamente un sándwich de jamón, y Pilar me dice que me acerque a traerle algo, que también tiene hambre. Buena señal. De momento está aguantando la quimioterapia como si de una droga para animarse se tratara. Las enfermeras ya la han informado de los dañinos efectos del sol (deja manchas que no se van nunca) y de la necesidad de colocarse una crema protectora, de la cantidad de líquido que tiene que beber, y de lo asquerosos que le van a resultar los olores de los alimentos después de un par de días. Mi hermano me aconseja que los primeros días después del tratamiento no le hagamos sus platos preferidos, ya que es muy posible que les coja manía por el olor. Nada de esto parece tener sentido en estos momentos. Pilar está tranquila, eufórica, y ya se ha hecho íntima amiga de unos cuantos pacientes, dos mujeres y un hombre, que están sentados a su lado. Una de las mujeres lleva un portacad, y le cuenta a Pilar sus ventajas. Evita el pinchazo en unas venas que al parecer se van endureciendo con la quimioterapia, es más cómodo y reparte mejor la quimio... En fin, que parece la panacea. La otra mujer me dice que cuanto debo de querer a mi mujer, si me presento a verla cada veinte minutos, y le digo que, si no voy a verla, me mata, provocando la risa de las mujeres. Buen rollito, vaya. A eso de las cuatro, desenchufan a Pilar el último cartucho, envuelto en papel albal por su calidad de fotosensible (los medicamentos de quimioterapia son sensibles a la luz), y le meten el último chute, el Venofer, para subirle el hematocrito. No sé si será una neura mía, que con toda seguridad lo es, pero me parece que los labios de Pilar se van poniendo cada vez más rojos a medida que recibe el líquido. Después, una ampolla para limpiar las venas, y a casa. Ni que decir tiene que los pacientes se pueden levantar cuando quieran para ir al baño, para colocarse mejor delante de la televisión... Nos imaginábamos la quimioterapia poco menos que como una diálisis, y esta primera sesión ha servido para darnos cuenta de que no es así, de que es bastante más suave.

Los siguientes días los pasa Pilar esperando acontecimientos. El mismo martes por la tarde me voy a Murcia después de dejarla en casa. La llamo el miércoles, y todo va bien. La llamo el jueves, y lo mismo. Es el viernes, y parte del sábado, cuando le pega un bajón en el que no puede ni con su alma, y se tiene que acostar, pero el mismo domingo comienza a recuperarse otra vez. El martes toca análisis (una semana después de la sesión), el jueves otra vez consulta, y así cada quince días. Estamos empezando a meternos en la rutina de la quimioterapia.